Un córvido, es lo más parecido a un perro pero cubierto de plumas. Así me lo ha parecido siempre que he tenido la fortuna de convivir con algún ejemplar criado en cautividad.
Todo comenzó bajo el imponente farallón calizo de “Peña Palomera”, cerca de Jaraba (Zaragoza). Un mal nacido, había tiroteado a palomas, grajillas, y cómo no, a los padres de una pequeña chova piquirroja (Pyrrhocorax pyrrhocorax). Todas las aves, aparecían esparcidas víctimas del escopetero irracional. Solamente había sobrevivido un ejemplar, que unas personas recogieron asustado. Les comenté mi intención de llevarla al centro de recuperación, si ellos, no tenían inconveniente. Y no lo tuvieron.
Al final, ni la recogió el encargado del centro a causa del trabajo pendiente, ni yo se la acerqué. Ambos, por falta de tiempo.
Son aves sociables las chovas, y se afianzan pronto a sus cuidadores, por lo que alimentarla no fue difícil.
Pasó los días de cuidado y atención en el interior de una galería acristalada y espaciosa, donde escasamente daba el sol, pero, le permitía ejercitar la musculación alar con pequeños vuelos. Sacándola varios días a la semana, disfrutaba en su ambiente rupícola, aprovechándose además, del necesario baño solar. Mediante extrañas posturas, ofrecía al sol cada parte de su cuerpo, entregándose a un profundo éxtasis de placer. Meterla en la caja de vuelta a casa, era una operación algo complicada, que resolvía con pequeñas argucias. No era fácil.
Durante una de las últimas salidas,
Era este lugar en principio, el elegido para liberar más adelante a la joven chova piquirroja, pero tan sólo, habitaban la cortadura tres parejas de la misma especie con sus jóvenes volantones. Uno de ellos, de su edad, había sido devorado por el búho real, a juzgar por el montón de plumas hallado. El lugar, lo descarté de inmediato.
Joven de búho real (Bubo bubo)
El último día
Incluso, un día entero en libertad del córvido, no fue suficiente para romper ese lazo de impregnación conmigo, y al marcharme estando ella a más de
Al siguiente día, lunes, volví después de trabajar, era las ocho y media de la tarde. Le traje algo de comida, la llamé, y enseguida apareció. La adaptación al lugar, se iba completando correctamente.
El martes, no tuve noticia del negro córvido; lo busqué y lo llamé desesperadamente sin querer encontrar nada más que su voz de respuesta. Volví a casa con enorme pesar y cavilación. Me consolaba, no haber hallado restos de plumas.
De nuevo regresé sobre el páramo pedregoso del roquedo calizo. La fui llamando al mismo tiempo que la buscaba inquieto, cada vez más nervioso, puesto que sumaba el segundo día desaparecida. El sol declinaba poco a poco, y la luz se iba consumiendo como las esperanzas de encontrarla. Era tarde, y escuché aproximarse al grupo de chovas concentradas para pasar la noche. Al sobrevolarme, volví a llamarla con fuerza desatada, y el bando fue superándome a la vez que se alejaba. A punto de derrumbarme, una de las chovas se descolgó de la bandada posándose en lo alto de un bloque de roca; en principio, pura casualidad, pero…, al mostrarle la comida y llamarla simultáneamente, agitó las alas exactamente igual que lo hizo al ser alimentada durante la cría. Respiré aliviado, y más, cuando después de permanecer escasos segundos mirándome, emprendió de nuevo el vuelo reincorporándose a su nueva familia. Probablemente, y según Konrad Lorenz, la joven Chova había sido aleccionada por los adultos de la comunidad. Esa breve duda en el córvido, lo demostraba claramente: se había roto nuestro vínculo familiar definitivamente. Ya, era libre.