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domingo, 19 de abril de 2020

Muestras óseas de presas lisiadas capturadas por el búho real



Mandíbula inferior de Rattus norvegicus con una infección grave.


Hablar de la alimentación del búho real sería demasiado recurrente si no se contara con alguna novedad que rompiera esa tendencia tan explotada gracias a los grandes trabajos de estudio de la dieta de esta rapaz nocturna. No voy a incidir en ello, puesto que hay una larga lista bibliográfica de excelentes trabajos al respecto, interesantes y muy detallados. 
Ahora, sí os ofreceré unas imágenes elocuentes de cierto tipo de presas con limitaciones físicas capturadas por el búho real y descubiertas en los análisis de egagrópilas que realicé hace unos años. Son pocas, pero muy curiosas.

Al final os dejo el enlace sobre un estudio de Pedro Fernández Llario y Sebastián J. Hidalgo referido al tema tratado: “Importancia de presas con limitaciones físicas en la dieta del búho real Bubo bubo”, explicando la importancia del búho real como controlador selectivo de presas transmisoras de enfermedades.

Por lo demás, entender la dura existencia de esas especies que estoicamente superaron periodos de vida más o menos largos sufriendo una enfermedad, heridas infecciosas o fracturas óseas. 
Gracias al análisis de Adérito Calzón Ayerza (veterinario) realizado con la única disponibilidad de las fotografías para sacar un complicado diagnóstico, podemos saber con cierta probabilidad, las causas que afectaron a estas malogradas víctimas.
Uno puede imaginar el suplicio de la rata gris Rattus norvegicus en el transcurso de su infección. Capturada por el búho real, tal vez fuera el alivio a una agonía dolorosa. Qué decir del ratón de campo y la fractura soldada de su tibia. Sospechamos del dolor en la recuperación, pero, descubrimos que el roedor se dio cierta vida antes de morir en las garras de la rapaz nocturna.
Los análisis de egagrópilas nos descubren verdaderas historias sobre las presas, al margen de la identificación de las especies depredadas. Un mundo lleno de sorpresas.

Nº1
Mandíbula inferior izquierda de rata gris o de alcantarilla Rattus norvegicus (arriba), y de rata negra o campestre Rattus rattus (abajo).

Lo más probable es que se trate de una infección ósea, bien sea primaria por acción de una bacteria y aquí las más habituales por el tipo de lesión que se ve pudieran ser un Mycobacterium, Fusobacterium y más difícil Yersinia o bien  secundaria a una lesión por mordedura en peleas, depredadores, etc y posterior contaminación. Se ve como una línea de fractura semicircular. Obviamente, con ese grado de lesión y sus consecuencias, la vulnerabilidad ante un búho aumentan, de ahí que en las egagrópilas haya un sesgo hacia animales con  “déficits”(Dejémoslo entre comillas). Tampoco sería una malformación congénita por el tipo de lesión.

Fractura ósea soldada en tibia de ratón de campo.

Nº2 
Tibias y peroné (izquierda), fémures (derecha) de ratón de campo Apodemus sylvaticus

En esta no hay duda. Se trata de una fractura no consolidada correctamente por falta de reducción lógicamente y por tanto callo óseo defectuoso. 
Los fémures más que alargarse para compensar lo que si ocurre es que si un hueso está sometido a una mayor carga se suele producir un aumento de crecimiento y alargamiento por tanto. Los trocánteres cerca de la cabeza están algo desprendidos e igualmente las partes distales.


Nº3
Fémures y tibias de rata campestre Rattus rattus. 


Nº4 
Metatarsos y falanges de conejo Oryctolagus cuniculus.

(Nº3 y Nº4) Engrosamiento por antigua osteomielitis ya curada que produce aumento del diámetro del hueso por aumento de grosor de la cortical.


Nº4 
Metatarsos de conejo Oryctolagus cuniculus.


Exostosis por traumatismo o infecciones en el periostio en zona probable de inserción de músculos que facilitan una mayor respuesta ósea celular reactiva en esos puntos concretos.   
                                                                                                                    
Búho real Bubo bubo.

Conejo Oryctolagus cuniculus. 
Prácticamente todos autores de estudios de alimentación del búho real coinciden en catalogar al conejo como su presa potencial y básica.

Restos de conejo abandonados por el búho real, no muy bien escondidos. Observad los mechones pegados a la pared donde se alimentó.

Después de acudir de nuevo, gracias a su gran memoria, la rapaz nocturna termina con la presa (si no le es arrebatada).

Egagrópila en posadero dentro de una oquedad.

Posadero en repisa donde se aprecia una egagrópila, deyecciones y tres plumones de la rapaz nocturna.


(Pedro Fernández Llario y Sebastián J. Hidalgo de Trucios)



miércoles, 22 de marzo de 2017

La rata que nunca olvidé


Una rata gris Rattus norvegicus protagonizó parte de esta extraordinaria historia marcada por su desesperada reacción ante el acoso de dos pequeños carnívoros y la intervención final de un cánido.
Es una historia rescatada de viejos retales de papel donde solía anotarlas. Vivencias inexplicables que hacían mella en mi curiosidad infantil, sin fechar por el descuido de novato observador. Sé que aconteció al principio de los setenta; hace ya bastantes años. No importa, fue inolvidable.

La agilidad de una rata en acción no tiene límites (Imagen Google)
 
Su capacidad de abarcar todos los medios, tanto terrestres como acuáticos, ha hecho de este roedor un conquistador insuperable. 
(Foto: Alan Williams/www.photoshot.com).

El perro era un pastor alemán llamado Tarzán. Me acompañaba donde iba durante mi corta edad, siempre aventurados en parajes por descubrir. Decía mi tío que lo siguiera si alguna vez no sabía volver a casa, y eso hacía. Tarzán era escandaloso, demasiado ladrador cuando su estado de ánimo rebosaba de júbilo o algo le inquietaba. Por eso, cargó con ese nombre peculiar. Su manía pertinaz y obsesiva de morder las ruedas en movimiento me traía en vilo. Cuando me tocaba cortar leña para abastecer la estufa y la cocina de hierro fundido - muy antiguas- utilizaba el carretillo para llevar la madera a cubierto, entonces sus dientes apresaban la rueda desbordando mi paciencia. Asimismo, al arrancar mi tío el motor del pequeño tractor para uso forestal, el cánido ladraba con locura desatada mordiéndose la cola en giros interminables. Aquella mirada desconcertante, profunda, de brillante castaño, destellaba al compás de sus ensordecedores ladridos. Orejas enhiestas, receptoras constantes y afilados dientes conjuntaban su estampa asilvestrada de belleza indiscutible. Sin conocerlo, la gente no se acercaba. Cuando comía, lo aguardaba a cierta distancia. No era de extrañar, tras escuchar el crujido de los huesos triturados por sus mandíbulas, y su boca cerrándose como un cepo ante una ofrenda inesperada que ni dejaba caer al suelo. Era un perro con mucho carácter.

Espacio natural cerca del río Ebro donde ocurrió todo el increíble desenlace entre los animales que lo protagonizaron.

Recuerdo especialmente un día que me acompañaba mi prima, mayor que yo y amante de la naturaleza. También, como siempre, venía el perro. Nos gustaba los paseos por el soto ribereño a orillas del Ebro, donde crecía una plantación de chopos entonces patrimonio forestal del estado. Mi tío Aurelio (guarda forestal) se encargaba de su cuidado y habitaba una casa estatal para esos menesteres.
En aquel tiempo los vehículos tenían acceso a cualquier lugar de la chopera de repoblación. La gente de la ciudad de Zaragoza acudía descontrolada a pasar el domingo en este espacio natural sin proteger. Había de todo: gente civilizada y otra en proyecto. Muchos de los rincones al terminar el día, eran episodios nefastos de porquería sin recoger. Los restos orgánicos abandonados atraían a los más despiertos oportunistas como urracas, zorros, ratas, etc. Y, de una rata precisamente, fue la siguiente observación.
Había un lugar escondido, desviado del camino y con un estrecho acceso entre tamarices que daba a una explanada no muy amplia pero bien protegida del viento. Allí vimos a tres criaturas: dos muy nerviosas y la otra; una rata gris levantada sobre sus patas posteriores, expectante, al lado de un cerco de piedras donde se encendía fuego. Esos pequeños y alargados animales se movían con la velocidad del rayo. Los veía saltar sobre el roedor que los triplicaba en tamaño, de un modo desconcertante. La cabeza de la rata armada con dos intimidantes incisivos giraba en todas direcciones. Sólo se me ocurrió pensar que se trataba de un juego, apenas tenía entonces nociones para interpretar el comportamiento animal. Al ser novedoso, todo me parecía extraordinario. Con estas secuencias, no me extrañaba nada que el mundo de los seres vivos elevara mi interés cada día.
 
Dibujo a lápiz de una comadreja Mustela nivalis.

Unos años después, volvía con mi padre de visita a la casa forestal de mis tíos donde tanto me gustaba ir. El autobús nos dejaba en un apeadero concertado al borde de la carretera, y el resto lo terminábamos a pie. Al paso por aquel camino polvoriento (polvo de harina parecía al pisarse), provocaba una especie de detonación que ponía los zapatos blanquecinos. Empeoraba la situación al llegar algún vehículo; incluso reduciendo su marcha, aquello parecía estallar envolviendo el tramo en algo parecido a una tormenta sahariana. 
Aquel año, por cierto, una gran dolina cerca del Ebro se tragó una parte importante del terreno de cultivo. Tras mucha dedicación, la sima se fue enrunando poco a poco con un enorme despliegue de camiones envueltos en una frenética actividad sin apenas descanso. La tierra transportada que se perdía causaba parte de la polvareda.
Cuando llegamos de visita, la gran fosa estaba prácticamente cubierta y apenas transitaban dichas máquinas.
En el momento de abordar la costera donde aparecían los cipreses que rodeaban la casa, gorriones y estorninos salían de los espinos adyacentes en estampida a nuestro paso. Sólo se escuchaba la algarabía de los pájaros revolucionados, nada más. Esperaba la carrera veloz, escandalosa por los ladridos de Tarzán acudiendo a nuestro encuentro y poniéndonos la ropa perdida con sus patas en un intento de lamer nuestro rostro. No venía. Seguramente, -pensaba-, estaría encerrado en el amplio corral y no lo vería hasta entrar en casa.  
Dejó mi tío que buscara al perro (pienso que para ganar tiempo). Al no encontrarlo, le pregunté por él.
–Lo atropelló un camión, me contestó afligido.
–Era de esperar, tarde o temprano tenía que ocurrir, añadió con firmeza.
Durante el trasiego de los camiones el perro permanecía encerrado. Sin embargo, era muy difícil sujetarlo cuando quería salir.  Aquel día logró colarse por la puerta, dada su fuerza e ímpetu por escapar del recinto. Coincidió con el paso de un camión, y entre la polvareda, desapareció enloquecido bajo las enormes ruedas tratando de morderlas. Malherido, acudió a los pies de mi tío, gimiendo de dolor –así lo iba relatando con toda la entereza posible-. De nada le servía su expresión firme endurecida por los años, sus ojos colmados comenzaban a brillar atacado todavía por el mal recuerdo. Ya no pregunté más. El silencio me invadió camino del corral, muy abatido, rodeado de infinidad de vivencias y de un inmenso vacío.
 
Lámina de distintas posturas del pequeño predador.

Pasado un tiempo, mientras miraba uno de los cuadernos de campo de Félix Rodríguez de la Fuente “Pequeños carnívoros”, retornó mi pensamiento al mismo lugar de aquel apunte incompleto. Esas diminutas criaturas desconocidas para mí, protagonistas de aquel extraño juego, eran comadrejas Mustela nivalis. Una pareja de comadrejas en pleno juego de adultos, extrapolado a la realidad desde su aprendizaje infantil. La pobre rata asediada por estos fugaces predadores, presa del agobio, era incapaz de frenar su pertinaz ataque. Permanecimos atónitos mirando quietos junto al perro aquel escenario incomprensible. Hasta que exhausto el roedor, incapaz de evitar a sus enemigos con sus incisivos, se apoyó sobre sus cuatro patas y echó a correr en nuestra dirección como alma que lleva el diablo. Dejó atrás, como una gran maniobra de salvación, a los nerviosos matadores hasta alcanzar nuestra posición, justo delante de nuestros pies. Lamentablemente no pudimos sujetar al perro por su enorme fuerza y, como el movimiento estimula al cazador, la mató de un bocado.
 
Apunte de campo de Félix Rodríguez de la Fuente donde relata, a su excepcional manera, el encuentro entre estos dos mamíferos y su cruenta batalla. Gracias a esta entrada suya, pude dar nombre a los matadores de mi observación en la infancia.

A día de hoy sigo igual de sorprendido ante la reacción de este inteligente roedor, arriesgándose por una opción que, de no haber sido por el perro, le hubiera salvado la vida. Quién sabe cuál sería el aliciente del roedor para actuar así, pero, no por ello, dejó de ser menos asombroso. Al fin y al cabo, era una posibilidad, instintiva o no de sobrevivir al ataque. 

La comadreja tiene una longitud total de unos 27 cm y un peso de 150 gramos, siendo el mustélido más pequeño de las 8 especies autóctonas que habitan la península Ibérica; el tejón es el mayor de todos alcanzando los 22 kg. Sin embargo, tiene la comadreja la capacidad predadora más sorprendente de todos ellos, dado su diminuto cuerpo, al poder matar presas del tamaño de un conejo. (Foto: lubomir hlasek www.hlasek.com)