Cuando la peor versión de la ley de
la selva imperaba en el asfalto, no faltaban vendedores de pajarillos a las
puertas de los supermercados. Recién traídos del campo a su jaula. Eran
tiempos, los años 80, bastante desabrochados de normas cívicas medioambientales
donde todo valía para ganarse unos duros. Evidentemente nada de sensiblería y
cada pájaro a 100 pesetas de las de antes.
Con el trasiego de la gente transitando
por la acera y entrando y saliendo del comercio, los pájaros de la jaula no
dejaban de revolotear sufriendo golpes continuos contra los barrotes. Había
bastantes pajarillos que no superaban el enjaulamiento por razones obvias; la
principal, el hacinamiento. Por ello, algunos no podían comer lo suficiente. Las bajas pasaban al interior de una bolsa de
plástico. Sellándose así, la historia de un canto y el desvanecimiento de unos vivos
colores.
Verderón Carduelis chloris (macho)
Pinzón común Fringilla coelebs (macho)
No me resistía a curiosear las jaulas
para verlos de cerca e investigar las distintas especies que tenían la
desgracia de incrementar el salario del miserable vendedor. Y, probaba suerte con
los ejemplares arrinconados de redondeada silueta y oculta su cabeza entre el
plumaje, para regatear a la baja insistiendo en el corto espacio de beneficio que
le dejaba cada minuto transcurrido el ave sin vender.
De aquellos pájaros con el plumaje
ahuecado por la agonía, podía arañarle 50 pesetas. Pero no siempre triunfaba la
posibilidad de que sobreviviera, ni siquiera con los mejores cuidados.
Lúgano Carduelis spinus (macho)
Lúgano Carduelis spinus (hembra)
La idea se fue formando a medida que
miraba los desafortunados pájaros moribundos. Por el contrario, la economía
nada boyante, sugería una gestión de lo más negociada. Pero, a los vendedores
no era fácil llevarlos al terreno de las ofertas.
A pesar de todo, opté por la construcción
de una jaula de grandes dimensiones para aposentar los elegidos en la galería
de casa. Una jaula que tuviera ramas y una buena zona de vuelo para que los
pájaros se ejercitaran; agua con distintas profundidades para su baño, tierra y
piedras.
Al coste de los pájaros había que
añadir medicamentos y comida, elementos nada baratos. Así pasaron pinzones Fringilla coelebs, verderones Carduelis chloris, verdecillos Serinus serinus, jilgueros Carduelis carduelis, lúganos Carduelis spinus y pardillos Carduelis canabina. Tuve dos invitados
de excepción: un acentor común Prunella
modularis y una hembra de pinzón real Fringilla
montifringilla de los que no logré rebajar su precio y que adquirí por
curiosidad. Pasados unos días viendo su buen estado, los solté al punto de la
mañana. Sobre todo, mucho antes a la hembra de pinzón real por ser tan irascible
con el resto de pájaros. No soportaba que ningún otro ejemplar se posara junto
a ella, propinándoles severos picotazos.
Pardillo Carduelis canabina (macho y hembra)
Verdecillo Serinus serinus (macho)
La rentabilidad de las adquisiciones
venía mediante una profunda dedicación a ellos, mirándolos a través del cristal
de la puerta para ver los resultados. Desde allí observaba detenidamente la
acción de todos los pajarillos. Disfrutaba al verlos comer, como rebuscaban
entre la tierra alpiste y como volaban de un lado a otro. También era
entretenido verlos hacer fila para acceder al mejor puesto en la piedra dentro
del agua. Esos días sí que había algarabía. Era como si el primero en bañarse
incitara al resto que lo seguía como un acto reflejo. Sé que nada tiene que ver
una jaula con la libertad, pero, los pájaros comenzaban a cantar una vez
estaban bien comidos y bien aseados. Y ése era mi pasatiempo, verlos
recuperarse disfrutando de su presencia imaginándolos en estado salvaje.
El bullicio de los fringílidos y las
semillas que caían fuera de la jaula atraía a los gorriones. Por ello, añadí un
recipiente con alpiste y agua.
Jilguero Carduelis carduelis
Entonces apareció el protagonista de
la historia; un solitario jilguero que los acompañó durante los tres meses
siguientes. Era jocosa la situación cuando el jilguero parecía querer entrar en
la jaula, al contrario que sus congéneres pensando en abandonarla. Aparecía
posándose en la barandilla, y con cautela descendía hasta el alimento. Muchas
veces coincidíamos uno frente al otro cuando reponía el recipiente de comida. Se
marchaba y tardaba en regresar. Pasaron días hasta que el fringílido colorín se
afianzó conmigo, y en vez de huir cuando reponía el alpiste, esperaba
impaciente en el extremo de la barandilla y después bajaba. Me gustaba verlo
llegar, cerniéndose indeciso y posándose seguidamente en su punto habitual,
menos temeroso. Acompañaba a sus congéneres durante varios minutos rondando la
jaula y después desaparecía, pienso que bien servido.
Llegó la primavera y la cardelina
dejó de venir (por supuesto que pudo ocurrir cualquier cosa, pero, prefiero
pensar que se emparejó para criar). Faltaría más.
Cuando no hubo más pájaros para
mercadear al regularse su captura y prohibirse su venta, los últimos de la
jaula tenían los días de cautiverio contados. Se terminaba por fin, a pesar del
fuerte rechazo (salvo exclusivos permisos), con la tradición y costumbre de
cazar pájaros cantores de manera descontrolada. Era el principio del punto y
final de unos hábitos deleznables que atentaban contra el patrimonio natural de
todos.
Unos días después de abandonarnos el
solitario jilguero, miré por última vez a los inquilinos de la jaula; estaban
todos perfectamente trajeados. Abrí la puerta metálica del jaulón y comenzaron
a salir. El bloque de mi casa estaba rodeado de huertos al ser un barrio
periférico, y como no podía ser de otro modo, los vi alejarse acogidos por la
primavera temprana de aquel año.
El jilguero visitó el balcón desde el 11 de diciembre de 1980 al 30 de marzo de 1981.
Fue un enorme placer tenerlo como un distinguido huésped.