Hoz de Pelegrina
“Medio centenar de vecinos del paseo de María Agustín, en
Zaragoza, protestaron en la tarde de ayer ante la Diputación de Zaragoza (DPZ)
por la tala "indiscriminada" de 40 árboles en un solar del centro de
la ciudad propiedad de la institución provincial.”
Periódico de Aragón 12/04/2003
Este tipo de noticias se repite cada dos por tres en esta
ciudad a lo largo de los años. Es demasiado habitual aquí, por desgracia, que
los árboles no lleguen a viejos.
Por otro lado, resulta paradójico proponer el tranvía como
un transporte supuestamente ecológico cuyas obras masacran los árboles por los
que transcurren sus vías. En agosto de 2015, 14 árboles se talaron de madrugada
de forma impune marcados como enfermos. Probablemente, les causaron destrozos a
sus raíces durante el proceso irracional de las obras. Podríamos empapelar
perfectamente la ciudad con la madera de los árboles cortados con tan mala
planificación. Cuando un árbol molesta en el curso de cualquier operación,
simplemente se le asigna un diagnóstico de enfermedad y se procede con interés
de urgencia a “quitar de en medio”.
Serán finalmente los ineptos encargados de las obras los que acabarán con este vetusto álamo negro, algo que no han conseguido las riadas más extremas del río Ebro
Estos son algunos de los efectos tras las riadas de los que alientan a limpiar de arbolado las riberas de los ríos. Este tramo se repara demasiadas veces.
No sé qué entienden los responsables medioambientales de
Zaragoza por “medio ambiente”. Tal vez, conservar la mitad de nuestro arbolado
para la ciudad, denotando así una ineptitud manifiesta en su cargo, o es que
con la misma facilidad con que gestionan nuestro arbolado son capaces de
ponerse el traje cada día.
Si no tenemos capacidad de mantener nuestro arbolado con el
respeto que se merece, sería preferible la colocación de sombrillas o lonas
sobre las calles, fáciles de poner y quitar de cara al verano cuando pega bien
el sol. La belleza y función de los árboles centenarios bien cuidados debiera de tener el mismo protagonismo que los
edificios históricos, al fin y al cabo todos tienen su historia y su belleza,
aunque sólo reconocida especialmente por
gente concienciada.
Pero no les va mejor a los árboles centenarios de los
pueblos, sujetos a una suerte relativa dependiendo de la benevolencia del
horticultor. Es reprobable vaciar el herbicida sobrante en la base de los
árboles que se pretende aniquilar, prender fuego al rastrojo amontonado al lado
del tronco o descortezarlo alrededor; estas son algunas técnicas
empleadas por gente sin escrúpulos. En cuestión de poco tiempo, el árbol "perjudicial" para ellos por la sombra que provoca su fronda sobre la huerta, termina secándose.


Hay que ir a lugares muy concretos para disfrutar de árboles
de gran porte. No quedan apenas almeces Celtis
australis en los rincones calizos de nuestra geografía que impresionen por
su magnitud. Para ello hay que recurrir a espacios particulares donde
sobreviven estos viejos colosos; el Parque Natural del Río Piedra es uno de
ellos. En este refugio de espectaculares saltos de agua parecen descansar en
paz también álamos negros Pupulus nigra,
fresnos Fraxinus angustifolia,
plátanos Platanus hipanica, castaños
de indias, Aesculus hippocastanum, etc. envejeciendo como no les permiten
en ningún otro lugar. Para quien quiera contemplarlos lucirán con soberbia y
grandeza el paso de los años, siendo testigos por su edad, del devenir humano por
las sendas tortuosas entre cascadas y el añoso claustro donde soñaron y padecieron
sus devotos moradores.
Es muy placentero desde el pie de estos colosales árboles
mirar hacia su denso follaje y contemplar como la luz penetra a través del
hueco de sus hojas y ramas movidas por el viento, componiendo un mosaico de
brillos intermitentes cual reverberantes estrellas. Este bosque con sus
esbeltos y altaneros troncos sujetan como pilastras el techo del parque natural
compuesto por su impenetrable follaje. Con la espesura de su fronda el caluroso
verano se suaviza notablemente.
De este modo lucen las copas de la masa forestal protegida en el recinto pétreo del Parque Natural del Río Piedra y su monasterio
Desde cualquier rincón del cañón del río Piedra, uno puede percibir
el magnetismo de la naturaleza, sin prisas, parando el tiempo si es preciso
para empaparse de vida y recargar de nuevo ese entusiasmo vital que nos
devuelva recuperados a la gran ciudad.
Se entrecortan mi mirada y mi respiración cuando soy testigo
de un otoño que ha transformado el verdor de mis preciados álamos negros en
destellantes luminarias doradas. Y los ríos, acompañados de tan notable
privilegio, no dejan de murmurar entre las piedras hacia su destino.
Por fortuna, estos árboles cercados por enormes muros de
roca caliza, en lugar protegido, están a buen recaudo de la inmisericorde motosierra.
Las llamaradas áureas de los álamos agitados por el viento va lentamente apagándose, languideciendo su intensa luz, hasta dejar al descubierto la fortaleza de sus incontables brazos ya desnudos que apuntan al cielo