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lunes, 4 de septiembre de 2017

Un chotacabras pardo (Caprimulgus ruficollis) diferente.


El manto de hojarasca dibuja un abigarrado tapiz ocráceo de perfiles ovales, dentados y aserrados de viejas hojas caídas. Se alzan estrangulados por la hiedra grandes álamos blancos Populus alba, cuyas frondas, acaparan el cielo y roban la luz directa del sol a la base de sus cicatrizados troncos; también, a la vegetación herbácea y a los pequeños olmos Ulmus minor obstinados en sobrevivir. Al crepitar de las hojas se añade, además, un entrelazado y reseco ramaje disperso por doquier. 

Después de una agotadora jornada de caza (para alimentarse de todo tipo de insectos voladores que captura en vuelo; incluso saltamontes y coleópteros en el suelo), reposa agazapado durante el día protegido por su críptico plumaje pasando totalmente desapercibido entre la materia vegetal muerta.


Entre la tenue luz tamizada por el amplio dosel forestal, una somnolienta criatura atisba mi presencia mirando a través de la fisura de sus párpados. Parece la mirada a través de unos diminutos ojos de camaleón; sus párpados ascienden y descienden lentamente guardando la abertura justa para captar con su calculada mirada, también; la procedencia de los alborotadores estorninos, cornejas negras, irritados carboneros y la estruendosa voz del ruiseñor bastardo. Si no la buscara de propio, pasaría cerca de ella y no la detectaría hasta que alzara el vuelo. El chotacabras pardo o cuellirrojo Caprimulgus ruficollis es el ave mencionada, que espanté accidentalmente mientras recogía unos restos de basura esparcida por este destacado rincón del sotobosque dos semanas antes de realizar estas fotografías.



Resulta curioso, que después de pasadas dos horas, no me haya dado cuenta del tiempo transcurrido disfrutando del chotacabras. Tan sólo, mirando el leve movimiento de sus párpados vigilándome mientras, de vez en cuando, los cierra para lubricar la parte expuesta. Dos horas fugaces embelesado ante un ave emplumada de hojarasca, en las que mi curiosidad parece parar el tiempo asombrado por su mimetismo.

Entre estas dos fotografías se puede apreciar el dislocamiento de la mandíbula inferior del ave (accidental o degenerativo), eventualidad que no parece haberla afectado en su alimentación. 
Así es... Un chotacabras diferente.


Recuerdo una carretera particularmente maldita: asfalto en mal estado, muy estrecha y con abundantes curvas. Circulaba por ella algunos fines de semana y, en ocasiones, hallaba algún ejemplar de chotacabras atropellado. Era una ruta bastante arriesgada, sin embargo, era utilizada por cretinos al volante con la intención de saltarse los controles de alcoholemia en las salidas de pueblos en fiestas. Alguna vez me he cruzado con alguno y sé de lo que hablo. La excesiva velocidad de los coches sembraba de aves muertas, por atropello, el firme mencionado. No sé si los chotacabras aprendieron a no posarse en la carretera o, su número descendió tanto como para ser extremadamente raros en aquel tramo suicida.
En sus salidas nocturnas, Carlos Rossi, nos muestra en su interesante blog Sierra Morena Oriental esa mala costumbre de los chotacabras de posarse en el asfalto, causa fatal por la que son atropellados.