Una rata gris Rattus norvegicus protagonizó parte de esta extraordinaria historia
marcada por su desesperada reacción ante el acoso de dos pequeños carnívoros y
la intervención final de un cánido.
Es una historia rescatada de viejos retales
de papel donde solía anotarlas. Vivencias inexplicables que hacían mella en mi
curiosidad infantil, sin fechar por el descuido de novato observador. Sé que
aconteció al principio de los setenta; hace ya bastantes años. No importa, fue
inolvidable.
La agilidad de una rata en acción no tiene límites (Imagen Google)
Su capacidad de abarcar todos los medios, tanto terrestres como acuáticos, ha hecho de este roedor un conquistador insuperable.
(Foto: Alan Williams/www.photoshot.com).
El perro era un pastor alemán llamado
Tarzán. Me acompañaba donde iba durante mi corta edad, siempre aventurados en
parajes por descubrir. Decía mi tío que lo siguiera si alguna vez no sabía
volver a casa, y eso hacía. Tarzán era escandaloso, demasiado ladrador cuando
su estado de ánimo rebosaba de júbilo o algo le inquietaba. Por eso, cargó con
ese nombre peculiar. Su manía pertinaz y obsesiva de morder las ruedas en
movimiento me traía en vilo. Cuando me tocaba cortar leña para abastecer la
estufa y la cocina de hierro fundido - muy antiguas- utilizaba el carretillo
para llevar la madera a cubierto, entonces sus dientes apresaban la rueda
desbordando mi paciencia. Asimismo, al arrancar mi tío el motor del pequeño
tractor para uso forestal, el cánido ladraba con locura desatada mordiéndose la
cola en giros interminables. Aquella mirada desconcertante, profunda, de
brillante castaño, destellaba al compás de sus ensordecedores ladridos. Orejas
enhiestas, receptoras constantes y afilados dientes conjuntaban su estampa
asilvestrada de belleza indiscutible. Sin conocerlo, la gente no se acercaba.
Cuando comía, lo aguardaba a cierta distancia. No era de extrañar, tras
escuchar el crujido de los huesos triturados por sus mandíbulas, y su boca
cerrándose como un cepo ante una ofrenda inesperada que ni dejaba caer al
suelo. Era un perro con mucho carácter.
Espacio natural cerca del río Ebro donde ocurrió todo el increíble desenlace entre los animales que lo protagonizaron.
Recuerdo especialmente un día que me
acompañaba mi prima, mayor que yo y amante de la naturaleza. También, como
siempre, venía el perro. Nos gustaba los paseos por el soto ribereño a orillas
del Ebro, donde crecía una plantación de chopos entonces patrimonio forestal
del estado. Mi tío Aurelio (guarda forestal) se encargaba de su cuidado y
habitaba una casa estatal para esos menesteres.
En aquel tiempo los vehículos tenían
acceso a cualquier lugar de la chopera de repoblación. La gente de la ciudad de
Zaragoza acudía descontrolada a pasar el domingo en este espacio natural sin
proteger. Había de todo: gente civilizada y otra en proyecto. Muchos de los
rincones al terminar el día, eran episodios nefastos de porquería sin recoger.
Los restos orgánicos abandonados atraían a los más despiertos oportunistas como
urracas, zorros, ratas, etc. Y, de una rata precisamente, fue la siguiente
observación.
Había un lugar escondido, desviado
del camino y con un estrecho acceso entre tamarices que daba a una explanada no
muy amplia pero bien protegida del viento. Allí vimos a tres criaturas: dos muy
nerviosas y la otra; una rata gris levantada sobre sus patas posteriores,
expectante, al lado de un cerco de piedras donde se encendía fuego. Esos
pequeños y alargados animales se movían con la velocidad del rayo. Los veía
saltar sobre el roedor que los triplicaba en tamaño, de un modo desconcertante.
La cabeza de la rata armada con dos intimidantes incisivos giraba en todas
direcciones. Sólo se me ocurrió pensar que se trataba de un juego, apenas tenía
entonces nociones para interpretar el comportamiento animal. Al ser novedoso,
todo me parecía extraordinario. Con estas secuencias, no me extrañaba nada que
el mundo de los seres vivos elevara mi interés cada día.
Dibujo a lápiz de una comadreja Mustela nivalis.
Unos años después, volvía con mi
padre de visita a la casa forestal de mis tíos
donde tanto me gustaba ir. El autobús nos dejaba en un apeadero concertado al
borde de la carretera, y el resto lo terminábamos a pie. Al paso por aquel
camino polvoriento (polvo de harina parecía al pisarse), provocaba una especie
de detonación que ponía los zapatos blanquecinos. Empeoraba la situación al
llegar algún vehículo; incluso reduciendo su marcha, aquello parecía estallar
envolviendo el tramo en algo parecido a una tormenta sahariana.
Aquel año, por cierto, una gran
dolina cerca del Ebro se tragó una parte importante del terreno de cultivo.
Tras mucha dedicación, la sima se fue enrunando poco a poco con un enorme
despliegue de camiones envueltos en una frenética actividad sin apenas
descanso. La tierra transportada que se perdía causaba parte de la polvareda.
Cuando llegamos de visita, la gran
fosa estaba prácticamente cubierta y apenas transitaban dichas máquinas.
En el momento de abordar la costera
donde aparecían los cipreses que rodeaban la casa, gorriones y estorninos
salían de los espinos adyacentes en estampida a nuestro paso. Sólo se escuchaba
la algarabía de los pájaros revolucionados, nada más. Esperaba la carrera
veloz, escandalosa por los ladridos de Tarzán acudiendo a nuestro encuentro y
poniéndonos la ropa perdida con sus patas en un intento de lamer nuestro
rostro. No venía. Seguramente, -pensaba-, estaría encerrado en el amplio corral
y no lo vería hasta entrar en casa.
Dejó mi tío que buscara al perro
(pienso que para ganar tiempo). Al no encontrarlo, le pregunté por él.
–Lo atropelló un camión, me contestó
afligido.
–Era de esperar, tarde o temprano
tenía que ocurrir, añadió con firmeza.
Durante el trasiego de los camiones
el perro permanecía encerrado. Sin embargo, era muy difícil sujetarlo cuando
quería salir. Aquel día logró colarse
por la puerta, dada su fuerza e ímpetu por escapar del recinto. Coincidió con
el paso de un camión, y entre la polvareda, desapareció enloquecido bajo las
enormes ruedas tratando de morderlas. Malherido, acudió a los pies de mi tío,
gimiendo de dolor –así lo iba relatando con toda la entereza posible-. De nada
le servía su expresión firme endurecida por los años, sus ojos colmados
comenzaban a brillar atacado todavía por el mal recuerdo. Ya no pregunté más.
El silencio me invadió camino del corral, muy abatido, rodeado de infinidad de
vivencias y de un inmenso vacío.
Lámina de distintas posturas del pequeño predador.
Pasado un tiempo, mientras miraba uno
de los cuadernos de campo de Félix Rodríguez de la Fuente “Pequeños carnívoros”,
retornó mi pensamiento al mismo lugar de aquel apunte incompleto. Esas
diminutas criaturas desconocidas para mí, protagonistas de aquel extraño juego,
eran comadrejas Mustela nivalis. Una
pareja de comadrejas en pleno juego de adultos, extrapolado a la realidad desde
su aprendizaje infantil. La pobre rata asediada por estos fugaces predadores,
presa del agobio, era incapaz de frenar su pertinaz ataque. Permanecimos
atónitos mirando quietos junto al perro aquel escenario incomprensible. Hasta
que exhausto el roedor, incapaz de evitar a sus enemigos con sus incisivos, se
apoyó sobre sus cuatro patas y echó a correr en nuestra dirección como alma que
lleva el diablo. Dejó atrás, como una gran maniobra de salvación, a los
nerviosos matadores hasta alcanzar nuestra posición, justo delante de nuestros
pies. Lamentablemente no pudimos sujetar al perro por su enorme fuerza y, como
el movimiento estimula al cazador, la mató de un bocado.
Apunte de campo de Félix Rodríguez de la Fuente donde relata, a su excepcional manera, el encuentro entre estos dos mamíferos y su cruenta batalla. Gracias a esta entrada suya, pude dar nombre a los matadores de mi observación en la infancia.
A día de hoy sigo igual de
sorprendido ante la reacción de este inteligente roedor, arriesgándose por una
opción que, de no haber sido por el perro, le hubiera salvado la vida. Quién
sabe cuál sería el aliciente del roedor para actuar así, pero, no por ello,
dejó de ser menos asombroso. Al fin y al cabo, era una posibilidad, instintiva
o no de sobrevivir al ataque.
La comadreja tiene una longitud total de unos 27 cm y un peso de 150 gramos, siendo el mustélido más pequeño de las 8 especies autóctonas que habitan la península Ibérica; el tejón es el mayor de todos alcanzando los 22 kg. Sin embargo, tiene la comadreja la capacidad predadora más sorprendente de todos ellos, dado su diminuto cuerpo, al poder matar presas del tamaño de un conejo. (Foto: lubomir hlasek www.hlasek.com)