domingo, 2 de abril de 2017

Como buitres callejeros


Con el viento como aliado, achicando distancias y economizando el vuelo, así consumen los buitres leonados Gyps fulvus sus largas singladuras en busca de alimento. Su vista, capaz de abarcar enormes áreas de campeo cuidadosamente rastreadas, tenía una mayor capacidad de atención durante sus recorridos aéreos, por lo menos, hace unos años.
Abandonar los cantiles pétreos a la búsqueda de cadáveres requiere de corrientes de aire oportunas para desplazarse, ahorrando para ello, una importante cantidad de sus reservas. Nunca se sabe cuándo aparecerá la necesaria fuente de alimento para abastecerse, y las distancias han sido y son interminables cuando el hambre azuza.  
Estas aves necrófagas siempre actuaron así, rastreando el hábitat de la ganadería extensiva en busca del ejemplar que tenía las horas contadas. Aunque la agonía se alargara, ellos han gozado siempre de una envidiable carga de paciencia. Los animales domésticos se abandonaban allí donde sucumbían, y en la infatigable labor exploradora de los buitres, a veces con la inestimable ayuda de córvidos y de rapaces medianas, los carroñeros abordaban los cadáveres de la salvación tras muchas horas de vuelo.

 

Actualmente, de seguir así, podrían terminar sus costumbres prospectoras. Y, al despegar de sus cantiles, hacerlo con la agenda establecida por rutina hacia los muladares y granjas determinadas. Se sabe que han cambiado sus prácticas, pero sería peor que memorizaran las rutas preestableciéndolas para convertirlas en un hábito crónico. Por ello, sobre todo los jóvenes, llegarían a sucumbir con mayor facilidad ante los puntos de alimentación que no siempre tuvieran el avituallamiento esperado.
No se ha terminado de garantizar la legalidad del abandono de las piezas muertas de la cabaña ganadera que, por si fuera poco, cada día merma de modo alarmante. Su tratamiento y recogida perjudica a los ganaderos e indirectamente a los grandes carroñeros.
Es triste a estas alturas, después de la drástica medida impuesta por la UE para eliminar los animales domésticos tras la enfermedad de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina), ver a estas grandes carroñeras hacer fila en las granjas intentando arañar algo de comida.
 

Saludé al granjero y me contestó. Evidentemente, no le saqué ninguna fotografía. Sin embargo, detecté en su conducta cierto asombro por mi interés con la escena, puesto que, cuando abrió el vallado, la bandada de buitres era como si formara parte habitual del tejado de la nave. Por lo que vi, ni él ni ellos se inmutaban. 





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martes, 28 de marzo de 2017

Cuando se inundan los campos


El oxígeno es un elemento químico, no metálico y gaseoso, de número atómico 8, incoloro, inodoro e insípido, que forma parte del aire y que es esencial para la respiración y para la combustión.
Es obvio que científicamente no lo saben las gaviotas reidoras Larus ridibundus, las cigüeñas Ciconia ciconia, las garzas reales Ardea cinerea, y tampoco las garcetas grandes Ardea alba. Sin embargo, cuando el oxígeno escasea y desaparece gracias a la capa de agua que lentamente elimina su espacio al cubrir las tablas de cultivo, entonces, dichas aves si conocen sus consecuencias y, evidentemente, saben sacarle un gran partido. Basta con ver los campos anegados con las aguas del río Ebro y tras de sí una cohorte de aves que esperarán a que los invertebrados, micromamíferos, anfibios y reptiles necesitados del oxígeno para respirar, tengan que salir para hallarlo sobre la capa de agua que se lo impide. Entonces, las oportunistas cigüeñas, garzas y gaviotas darán buena cuenta de ello en un festival de color y bullicio, brindando con las capturas, el maná secundado por del agua que da y quita la vida.











miércoles, 22 de marzo de 2017

La rata que nunca olvidé


Una rata gris Rattus norvegicus protagonizó parte de esta extraordinaria historia marcada por su desesperada reacción ante el acoso de dos pequeños carnívoros y la intervención final de un cánido.
Es una historia rescatada de viejos retales de papel donde solía anotarlas. Vivencias inexplicables que hacían mella en mi curiosidad infantil, sin fechar por el descuido de novato observador. Sé que aconteció al principio de los setenta; hace ya bastantes años. No importa, fue inolvidable.

La agilidad de una rata en acción no tiene límites (Imagen Google)
 
Su capacidad de abarcar todos los medios, tanto terrestres como acuáticos, ha hecho de este roedor un conquistador insuperable. 
(Foto: Alan Williams/www.photoshot.com).

El perro era un pastor alemán llamado Tarzán. Me acompañaba donde iba durante mi corta edad, siempre aventurados en parajes por descubrir. Decía mi tío que lo siguiera si alguna vez no sabía volver a casa, y eso hacía. Tarzán era escandaloso, demasiado ladrador cuando su estado de ánimo rebosaba de júbilo o algo le inquietaba. Por eso, cargó con ese nombre peculiar. Su manía pertinaz y obsesiva de morder las ruedas en movimiento me traía en vilo. Cuando me tocaba cortar leña para abastecer la estufa y la cocina de hierro fundido - muy antiguas- utilizaba el carretillo para llevar la madera a cubierto, entonces sus dientes apresaban la rueda desbordando mi paciencia. Asimismo, al arrancar mi tío el motor del pequeño tractor para uso forestal, el cánido ladraba con locura desatada mordiéndose la cola en giros interminables. Aquella mirada desconcertante, profunda, de brillante castaño, destellaba al compás de sus ensordecedores ladridos. Orejas enhiestas, receptoras constantes y afilados dientes conjuntaban su estampa asilvestrada de belleza indiscutible. Sin conocerlo, la gente no se acercaba. Cuando comía, lo aguardaba a cierta distancia. No era de extrañar, tras escuchar el crujido de los huesos triturados por sus mandíbulas, y su boca cerrándose como un cepo ante una ofrenda inesperada que ni dejaba caer al suelo. Era un perro con mucho carácter.

Espacio natural cerca del río Ebro donde ocurrió todo el increíble desenlace entre los animales que lo protagonizaron.

Recuerdo especialmente un día que me acompañaba mi prima, mayor que yo y amante de la naturaleza. También, como siempre, venía el perro. Nos gustaba los paseos por el soto ribereño a orillas del Ebro, donde crecía una plantación de chopos entonces patrimonio forestal del estado. Mi tío Aurelio (guarda forestal) se encargaba de su cuidado y habitaba una casa estatal para esos menesteres.
En aquel tiempo los vehículos tenían acceso a cualquier lugar de la chopera de repoblación. La gente de la ciudad de Zaragoza acudía descontrolada a pasar el domingo en este espacio natural sin proteger. Había de todo: gente civilizada y otra en proyecto. Muchos de los rincones al terminar el día, eran episodios nefastos de porquería sin recoger. Los restos orgánicos abandonados atraían a los más despiertos oportunistas como urracas, zorros, ratas, etc. Y, de una rata precisamente, fue la siguiente observación.
Había un lugar escondido, desviado del camino y con un estrecho acceso entre tamarices que daba a una explanada no muy amplia pero bien protegida del viento. Allí vimos a tres criaturas: dos muy nerviosas y la otra; una rata gris levantada sobre sus patas posteriores, expectante, al lado de un cerco de piedras donde se encendía fuego. Esos pequeños y alargados animales se movían con la velocidad del rayo. Los veía saltar sobre el roedor que los triplicaba en tamaño, de un modo desconcertante. La cabeza de la rata armada con dos intimidantes incisivos giraba en todas direcciones. Sólo se me ocurrió pensar que se trataba de un juego, apenas tenía entonces nociones para interpretar el comportamiento animal. Al ser novedoso, todo me parecía extraordinario. Con estas secuencias, no me extrañaba nada que el mundo de los seres vivos elevara mi interés cada día.
 
Dibujo a lápiz de una comadreja Mustela nivalis.

Unos años después, volvía con mi padre de visita a la casa forestal de mis tíos donde tanto me gustaba ir. El autobús nos dejaba en un apeadero concertado al borde de la carretera, y el resto lo terminábamos a pie. Al paso por aquel camino polvoriento (polvo de harina parecía al pisarse), provocaba una especie de detonación que ponía los zapatos blanquecinos. Empeoraba la situación al llegar algún vehículo; incluso reduciendo su marcha, aquello parecía estallar envolviendo el tramo en algo parecido a una tormenta sahariana. 
Aquel año, por cierto, una gran dolina cerca del Ebro se tragó una parte importante del terreno de cultivo. Tras mucha dedicación, la sima se fue enrunando poco a poco con un enorme despliegue de camiones envueltos en una frenética actividad sin apenas descanso. La tierra transportada que se perdía causaba parte de la polvareda.
Cuando llegamos de visita, la gran fosa estaba prácticamente cubierta y apenas transitaban dichas máquinas.
En el momento de abordar la costera donde aparecían los cipreses que rodeaban la casa, gorriones y estorninos salían de los espinos adyacentes en estampida a nuestro paso. Sólo se escuchaba la algarabía de los pájaros revolucionados, nada más. Esperaba la carrera veloz, escandalosa por los ladridos de Tarzán acudiendo a nuestro encuentro y poniéndonos la ropa perdida con sus patas en un intento de lamer nuestro rostro. No venía. Seguramente, -pensaba-, estaría encerrado en el amplio corral y no lo vería hasta entrar en casa.  
Dejó mi tío que buscara al perro (pienso que para ganar tiempo). Al no encontrarlo, le pregunté por él.
–Lo atropelló un camión, me contestó afligido.
–Era de esperar, tarde o temprano tenía que ocurrir, añadió con firmeza.
Durante el trasiego de los camiones el perro permanecía encerrado. Sin embargo, era muy difícil sujetarlo cuando quería salir.  Aquel día logró colarse por la puerta, dada su fuerza e ímpetu por escapar del recinto. Coincidió con el paso de un camión, y entre la polvareda, desapareció enloquecido bajo las enormes ruedas tratando de morderlas. Malherido, acudió a los pies de mi tío, gimiendo de dolor –así lo iba relatando con toda la entereza posible-. De nada le servía su expresión firme endurecida por los años, sus ojos colmados comenzaban a brillar atacado todavía por el mal recuerdo. Ya no pregunté más. El silencio me invadió camino del corral, muy abatido, rodeado de infinidad de vivencias y de un inmenso vacío.
 
Lámina de distintas posturas del pequeño predador.

Pasado un tiempo, mientras miraba uno de los cuadernos de campo de Félix Rodríguez de la Fuente “Pequeños carnívoros”, retornó mi pensamiento al mismo lugar de aquel apunte incompleto. Esas diminutas criaturas desconocidas para mí, protagonistas de aquel extraño juego, eran comadrejas Mustela nivalis. Una pareja de comadrejas en pleno juego de adultos, extrapolado a la realidad desde su aprendizaje infantil. La pobre rata asediada por estos fugaces predadores, presa del agobio, era incapaz de frenar su pertinaz ataque. Permanecimos atónitos mirando quietos junto al perro aquel escenario incomprensible. Hasta que exhausto el roedor, incapaz de evitar a sus enemigos con sus incisivos, se apoyó sobre sus cuatro patas y echó a correr en nuestra dirección como alma que lleva el diablo. Dejó atrás, como una gran maniobra de salvación, a los nerviosos matadores hasta alcanzar nuestra posición, justo delante de nuestros pies. Lamentablemente no pudimos sujetar al perro por su enorme fuerza y, como el movimiento estimula al cazador, la mató de un bocado.
 
Apunte de campo de Félix Rodríguez de la Fuente donde relata, a su excepcional manera, el encuentro entre estos dos mamíferos y su cruenta batalla. Gracias a esta entrada suya, pude dar nombre a los matadores de mi observación en la infancia.

A día de hoy sigo igual de sorprendido ante la reacción de este inteligente roedor, arriesgándose por una opción que, de no haber sido por el perro, le hubiera salvado la vida. Quién sabe cuál sería el aliciente del roedor para actuar así, pero, no por ello, dejó de ser menos asombroso. Al fin y al cabo, era una posibilidad, instintiva o no de sobrevivir al ataque. 

La comadreja tiene una longitud total de unos 27 cm y un peso de 150 gramos, siendo el mustélido más pequeño de las 8 especies autóctonas que habitan la península Ibérica; el tejón es el mayor de todos alcanzando los 22 kg. Sin embargo, tiene la comadreja la capacidad predadora más sorprendente de todos ellos, dado su diminuto cuerpo, al poder matar presas del tamaño de un conejo. (Foto: lubomir hlasek www.hlasek.com) 


viernes, 17 de marzo de 2017

Sendestrocismo por el cañón del río Mesa


“Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” Hace camino el buen caminante; pero a otros el camino se les hace, y de qué manera…

Hace dos fines de semana, me llevé un buen disgusto en la entrada al barranco de La Tejera en Calmarza (Zaragoza). Muchas han sido las veces que he recorrido este trayecto entre romeros, tomillos, aliagas, rosales silvestres y sabinas sin perderme por la ajustada senda que lleva perfectamente hasta el final de este magnífico recorrido. Reconozco que hay tramos donde los rosales silvestres -algunos enormes-, si provocan algunos enganchones, pero, es lo de menos. Cuando sus frutos maduran sirven de alimento a muchos animales en otoño; con rodearlos se soluciona.
Me gusta este barranco por su soledad. No hay carretera que lo machaque con los vehículos a motor y, por fortuna, no hay más remedio que hacerlo a pie, mal que les pese a algunos que quisieran llegar sentados a todos los sitios.

Un gran ejemplar de rosal silvestre Rosa canina.

Una sabina que no estorba en absoluto al paseante, desmembrada.

Cuando comencé mi paseo por el barranco (siempre resulta diferente) vi también la escabechina provocada por los aparatos desbrozadores manejados por auténticos “incompetentes en la materia”. Parece que ya no se estila podar en condiciones con las tijeras de toda la vida, aquellas que dejan las ramas limpiamente cortadas y no desgarradas como con la maldita máquina del látigo y su corte imperfecto y chapucero. Sólo quedan ramas desmembradas y fácilmente atacables por xilófagos, etc. Al final todo depende de las prestaciones de un trabajo que sólo significa dinero a cambio de una senda con la vegetación reventada para que, no sé qué tipo de gente, vaya cómodamente viendo el paisaje mientras intenta equilibrar su nivel de colesterol.
 Las hojas de las sabinas son lobuladas, diminutas, muy apretadas y tienen un tacto delicado; más suave que hiriente, por lo tanto no daña la piel si rozamos sus ramas. 
Ahora no será igual pasar cerca de ésta sabina con pantalones cortos.


Si para fomentar el senderismo hay que abordar todas estas aplicaciones en el monte destrozando la vegetación, mejor que se dediquen a pasear por los caminos o los arcenes de las carreteras que los tienen bien limpios y son más adecuados para ellos.
A quien le gusta de verdad la naturaleza sabe buscarse muy bien la vida para sortear toda la vegetación a su paso. También, deleitarse con ella y trazar el mejor trayecto, aunque sea aleatorio, ya que le supone otro atractivo más.

Un hermoso ejemplar de romero Rosmarinus officinalis arrasado aun estando apartado de la senda.


Por lo visto, llegó el nuevo senderismo tipo “paseo de bulevar con pantalones cortos” para gente que necesita cortafuegos en vez de sendas naturales para caminar. Seguramente, sean los mismos que andan con la pachanga de apagar los fuegos en invierno dejando los bosques y montes como los jardines de su casa. Por no hablar del reguero de plásticos llamativos atados a las ramas para marcar todavía más las rutas. Luego, por supuesto, nadie los retira.


Juniperus phoenicea: sabina negral, sabina negra, sabina roma, sabina pudia, sabina suave. De todos los nombres me quedo con el de suave; suave y fuerte, muy fuerte. Es un arbusto distribuido por todo tipo de terrenos. Llega a los 1400 metros de altitud donde empieza a escasear. Aguanta todo tipo de inclemencias atmosféricas: heladas, sequías y vientos intensos. Su altura puede alcanzar los 8 metros (crece 1 mm al año aprox.), con una longevidad de unos 1000 años.
No me extraña que lleve toda la vida viendo a mis sabinas más cercanas sin apreciar ningún cambio.
Los incendios suelen abrasarlas y no retoñan como hace el enebro Juniperus oxycedrus. Creo, por ello, que merecen un mejor trato y respeto.
  
 Barranco de la Tejera Calmarza (Zaragoza)


viernes, 24 de febrero de 2017

Triguero (Emberiza calandra)


Ya escuché el otro día la voz del más machacón de los escríbanos. De discreto plumaje, iba desempolvando sus trinos para alcanzar el grado conquistador aceptable para las hembras. Por supuesto, además, con la idea de atajar el paso a otros competidores en su parcela llegado el momento.

El escribano triguero Emberiza calandra es el menos agraciado en cuanto a la coloración de su plumaje comparado con el resto de sus parientes. Todas sus referencias coinciden con la misma descripción; coloración pardusca de pájaro estepario, casi más cercano por ello a los aláudidos que a los escríbanos.
La primavera lo espera. Su canto se convertirá en una sintonía fácil de distinguir de entre todas las demás, con un sello muy suyo por inconfundible.

Volará de un lado para otro, rellenando entre la mies temprana, el ambiente sosegado de su canto rayado. Desde habituales e imprevistas atalayas sonará incansable y, en trayectos cortos, volará con sus patitas colgando como perezoso de recogerlas, dispuestas para la siguiente parada.

Su alimentación se compone de insectos y semillas de todo tipo.
Si hay algo que me gusta de este pájaro, es su permisividad a la hora de observarlo. No es tan receloso como otras aves.

Es muy activo en el periodo más importante de su vida; la reproducción. Por ello, tendrá que acelerar y afinar todas sus capacidades con objeto de envolver a la hembra mediante sus cualidades para sacar adelante una, dos e incluso tres nidadas. Se creía que el macho de triguero era polígamo, pero parece que no es así; dependiendo, evidentemente, del criterio de cada uno de los expertos. Claro está, que será ella quien se encargue prácticamente del grueso de la cría.

¿Qué sería de la primavera sin el chirriante canto del triguero, el verdecillo o los estridentes vencejos? Ruidosos sí, pero…, ¿quién se atreve con unos meses de calor sin el bullicio de estas escandalosas aves cual estampida de críos saliendo del colegio iniciadas las vacaciones…?
Vamos, que se note la fiesta de la vida con la llegada de la primavera.




lunes, 13 de febrero de 2017

El jilguero de mi balcón


Cuando la peor versión de la ley de la selva imperaba en el asfalto, no faltaban vendedores de pajarillos a las puertas de los supermercados. Recién traídos del campo a su jaula. Eran tiempos, los años 80, bastante desabrochados de normas cívicas medioambientales donde todo valía para ganarse unos duros. Evidentemente nada de sensiblería y cada pájaro a 100 pesetas de las de antes.
Con el trasiego de la gente transitando por la acera y entrando y saliendo del comercio, los pájaros de la jaula no dejaban de revolotear sufriendo golpes continuos contra los barrotes. Había bastantes pajarillos que no superaban el enjaulamiento por razones obvias; la principal, el hacinamiento. Por ello, algunos no podían comer lo suficiente.  Las bajas pasaban al interior de una bolsa de plástico. Sellándose así, la historia de un canto y el desvanecimiento de unos vivos colores.   
   
Verderón  Carduelis chloris (macho)

Pinzón común Fringilla coelebs (macho)

No me resistía a curiosear las jaulas para verlos de cerca e investigar las distintas especies que tenían la desgracia de incrementar el salario del miserable vendedor. Y, probaba suerte con los ejemplares arrinconados de redondeada silueta y oculta su cabeza entre el plumaje, para regatear a la baja insistiendo en el corto espacio de beneficio que le dejaba cada minuto transcurrido el ave sin vender.
De aquellos pájaros con el plumaje ahuecado por la agonía, podía arañarle 50 pesetas. Pero no siempre triunfaba la posibilidad de que sobreviviera, ni siquiera con los mejores cuidados.

Lúgano  Carduelis spinus (macho)

Lúgano Carduelis spinus (hembra)

La idea se fue formando a medida que miraba los desafortunados pájaros moribundos. Por el contrario, la economía nada boyante, sugería una gestión de lo más negociada. Pero, a los vendedores no era fácil llevarlos al terreno de las ofertas.
A pesar de todo, opté por la construcción de una jaula de grandes dimensiones para aposentar los elegidos en la galería de casa. Una jaula que tuviera ramas y una buena zona de vuelo para que los pájaros se ejercitaran; agua con distintas profundidades para su baño, tierra y piedras.
Al coste de los pájaros había que añadir medicamentos y comida, elementos nada baratos. Así pasaron pinzones Fringilla coelebs, verderones Carduelis chloris, verdecillos Serinus serinus, jilgueros Carduelis carduelis, lúganos Carduelis spinus y pardillos Carduelis canabina. Tuve dos invitados de excepción: un acentor común Prunella modularis y una hembra de pinzón real Fringilla montifringilla de los que no logré rebajar su precio y que adquirí por curiosidad. Pasados unos días viendo su buen estado, los solté al punto de la mañana. Sobre todo, mucho antes a la hembra de pinzón real por ser tan irascible con el resto de pájaros. No soportaba que ningún otro ejemplar se posara junto a ella, propinándoles severos picotazos.
 
Pardillo Carduelis canabina (macho y hembra)

Verdecillo  Serinus serinus (macho)

La rentabilidad de las adquisiciones venía mediante una profunda dedicación a ellos, mirándolos a través del cristal de la puerta para ver los resultados. Desde allí observaba detenidamente la acción de todos los pajarillos. Disfrutaba al verlos comer, como rebuscaban entre la tierra alpiste y como volaban de un lado a otro. También era entretenido verlos hacer fila para acceder al mejor puesto en la piedra dentro del agua. Esos días sí que había algarabía. Era como si el primero en bañarse incitara al resto que lo seguía como un acto reflejo. Sé que nada tiene que ver una jaula con la libertad, pero, los pájaros comenzaban a cantar una vez estaban bien comidos y bien aseados. Y ése era mi pasatiempo, verlos recuperarse disfrutando de su presencia imaginándolos en estado salvaje.
El bullicio de los fringílidos y las semillas que caían fuera de la jaula atraía a los gorriones. Por ello, añadí un recipiente con alpiste y agua.


Jilguero Carduelis carduelis 

Entonces apareció el protagonista de la historia; un solitario jilguero que los acompañó durante los tres meses siguientes. Era jocosa la situación cuando el jilguero parecía querer entrar en la jaula, al contrario que sus congéneres pensando en abandonarla. Aparecía posándose en la barandilla, y con cautela descendía hasta el alimento. Muchas veces coincidíamos uno frente al otro cuando reponía el recipiente de comida. Se marchaba y tardaba en regresar. Pasaron días hasta que el fringílido colorín se afianzó conmigo, y en vez de huir cuando reponía el alpiste, esperaba impaciente en el extremo de la barandilla y después bajaba. Me gustaba verlo llegar, cerniéndose indeciso y posándose seguidamente en su punto habitual, menos temeroso. Acompañaba a sus congéneres durante varios minutos rondando la jaula y después desaparecía, pienso que bien servido. 
Llegó la primavera y la cardelina dejó de venir (por supuesto que pudo ocurrir cualquier cosa, pero, prefiero pensar que se emparejó para criar). Faltaría más.

Cuando no hubo más pájaros para mercadear al regularse su captura y prohibirse su venta, los últimos de la jaula tenían los días de cautiverio contados. Se terminaba por fin, a pesar del fuerte rechazo (salvo exclusivos permisos), con la tradición y costumbre de cazar pájaros cantores de manera descontrolada. Era el principio del punto y final de unos hábitos deleznables que atentaban contra el patrimonio natural de todos.

Unos días después de abandonarnos el solitario jilguero, miré por última vez a los inquilinos de la jaula; estaban todos perfectamente trajeados. Abrí la puerta metálica del jaulón y comenzaron a salir. El bloque de mi casa estaba rodeado de huertos al ser un barrio periférico, y como no podía ser de otro modo, los vi alejarse acogidos por la primavera temprana de aquel año.

Verderón Carduelis chloris (hembra) durante una sesión de baño.



El jilguero visitó el balcón desde el 11 de diciembre de 1980 al 30 de marzo de 1981. 
Fue un enorme placer tenerlo como un distinguido huésped.