El pardal (Passer domésticus) es originario de Oriente
Medio. Comenzó su dispersión a través de Europa y Asia, llegando a América
alrededor de 1850. Se calcula que pudo llegar a Brasil alrededor de 1903,
cuando el entonces alcalde de Río de Janeiro Pereira Pasos autorizó la suelta
de este pájaro proveniente de Portugal.
Hoy se distribuye prácticamente por casi todos los países
del mundo, considerándose una especie exótica y bioinvasora.
Me había sentado en
un banco, el único banco a la sombra de todo el parque del caluroso febrero
estival brasileño. El calor era similar al de una piscina repleta de brasas, no
apto para un baño. Desde allí sorprendí a la inagotable pareja de pardales o
gorriones trasegando frente a mí con comida para sus pollos. Casi entre ceba y
ceba, un momento de descanso bajo la sombra les otorgaba una pequeña tregua entre
el acarreo incesante de alimento. Fue tal la angustia que me produjeron que,
seguidamente, abandoné el banco por no entorpecerles lo más mínimo; en fin, abandonar
la sombra fue como tirarme de lleno a la piscina.
Las plumas totálmente pegadas al cuerpo expulsan el contenido de aire aislante para conseguir la máxima refrigeración de esta hembra de gorrión brasileño (el calor que soportaban se manifiesta sobradamente en esta imágen).
Las plumas como los pelos conducen mal el calor, por ello,
se consideran elementos atérmicos estableciendo entre la piel y el medio
ambiente una efectiva barrera que sirve a las aves para mantener la temperatura
media normal de su cuerpo (38º a 45 º). Aumentan o disminuyen la retención del
aire contenido en el plumaje dependiendo de su necesidad aislante mediante el
cierre o el ahuecamiento del mismo. Dicho plumaje tiene la función específica
de termorregulación, que es vital para el ave. Esta propiedad le defiende de
los cambios térmicos exteriores manteniendo una temperatura constante.
Con el plumaje semiahuecado, la cámara de aire se ajusta a un día fresco en la primavera de esta hembra de gorrión español.
“La mañana de Santiago está nublada
de blanco y gris, como guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos
quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.
¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas
finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de
los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe
un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al
tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva”.
(LXIII) De Platero
y yo; extracto.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Algo similar a Juan
R. Jiménez me ocurre cuando fuera de España topo con el eterno gorrión, pájaro de compañía allá donde vaya, criatura
añorable por rondadora, capaz de arrancar una leve sonrisa de complicidad en mis
paseos. Muchas veces, coincido con éste oportunista taimado mientras espera paciente la porción de
migajas, su porción.