Antes de que estas ornamentadas zancudas regresaran a sus cuarteles de cría, me tomé la molestia de buscar un lugar apartado para disfrutar de su gregarismo viajero y sus voces tan evocadoras. Las grullas Grus grus.
Ya había pasado por la extensa laguna de Gallocanta para verlas en el medio acuático, de hecho, vi sus lomos a través de las inflorescencias del carrizo. Allí estaban reposando. Estaban tan tranquilas que di media vuelta sin arriesgar su descanso. No me gusta que levanten el vuelo por intrusismo. Cuanto entran o salen por voluntad propia en la laguna para descansar o dirigirse al día siguiente a las tablas aledañas para alimentarse, es el mejor momento para ser espectador de su extraordinario poder de concentración y algarabía sonora. Como agradeciendo el bendito amanecer de un nuevo día.
Me gusta dejar el vehículo en la entrada del pueblo para caminar con el material óptico y buscar un buen punto de observación. Sin embargo, nada de esto es posible cuando soportas un trasiego de vehículos por los caminos que imposibilitan la concentración y el bienestar de las aves.
Abandoné la laguna dejando la bella estampa de las grullas en el abrigaño del carrizal, protegidas del molesto viento reinante. Sólo esperaba que nadie rompiera ese merecido momento de descanso tan importante para estas míticas viajeras.
El premio llegó más adelante, desde la carretera diáfana hacia mi destino, que no era otro que el de un pueblo abandonado en lo alto de una loma con llamativos escarpes.
Paré, miré y sentí el bullicio envolvente de estas aves viajeras y su parsimonioso deambular por el terreno en busca de alimento. Sólo, frente al nostálgico escenario de las grullas, que podemos ver año tras año durante sus míticos viajes migratorios.
A pesar de la carretera, nadie interrumpió nuestro encuentro durante un buen rato.