10 Julio 2021
Tomar
asiento, en cualquier punto abierto a una buena panorámica, suele dar buenos
resultados. Estoy, todavía, sometido e impaciente al curso del nuevo día debido
a mi prematura llegada al barranco fluvial. Aun así, acopiando voluntad
mientras espero el clareo matinal, reviso nostálgico el estrecho calizo enmarañado
por donde transcurre el río Huerva. El
ribazo del campo me sirve de asiento preferente. Al lado, están los apoyos de
las colmenas trashumantes de las que no tengo referencia actual de su nueva
ubicación. Y, el monte, se va recuperando del último incendio que afectó al
sotobosque, matorral y arbustos de las lomas.
Esta
es una zona donde he pasado muchas horas de observación, sobre todo, del búho
real Bubo bubo. Muchas entradas del blog sobre esta especie se originaron aquí.
He
contemplado la silueta errante del águila real Aquila chrysaetos, la estampa del azor Accipiter gentilis sobre las
ramas interiores del bosque, al Halcón peregrino Falco peregrinus arrancando alguna bravía Columba livia de los
paredones calizos y, cómo una pareja de alimoches Neophron percnopterus se instalaba por primera vez
en este lugar para criar. Muchas vivencias y especies que, ahora, ocupan mis
recuerdos.
También,
entre estos roquedos calizos, vi morir lentamente por la grafiosis al frondoso grupo de esbeltos olmos Ulmus minor. Destacaban acompañados por la línea ribereña de álamos
negros Populus nigra, y sintonizaban en otoño como llamas intensas, dando al cauce del río
una flamante tonalidad dorada.
Fueron sucumbiendo además, los manzanos de los
hortales, olvidados por la dificultad orográfica del terreno; una inconveniencia
para su mantenimiento. En sus ramas secas, hasta desplomarse los árboles desde
las cepas, estuvo muchos años encaramado el alcaudón común Lanius senator atento a sus
dominios. Comieron sus frutos gran cantidad de otras aves y, algún que otro
mamífero.
Los
años, curtieron al último hortelano del lugar, que peleó firme contra el
abandono de unas tierras cada vez más inaccesibles por el avance de la espesura.
Siempre llamaba mi atención el golpe metálico de la azada contra un inesperado
pedrusco de la tierra. Era muy corriente mientras elaboraba uno a uno cada
caballón. No
sé nada de aquel hombre tan enraizado a su tierra que, unido al resto de seres
vivos del lugar acompañaban mis momentos intrigantes de observación.
Pasa
el tiempo raudo, y el paraje, todavía se presta generoso a mi curiosidad. Veo ahora,
un cabritillo amamantando, pero, me coge desprevenido sin la cámara. Cuando
monto el teleobjetivo la secuencia se ha desvanecido. Aun así, la estampa maternal
suscita emoción durante la continuación de su trayecto.
La
mañana es un remanso de paz, tanto, que descubro a una corza Capreolus capreolus bajo el escarpe
calizo. Por el volumen de su vientre, espera descendencia. Camina pausada, se
acicala, se rasca en los puntos molestos de algunas zonas de su cuerpo y
desciende prudentemente atisbando todo en derredor. Gracias a la brisa dirigida
a mi rostro, la corza no sabe de mí ubicación. Por fortuna, no escucharé su
ladrido desgarrador y presenciaré una escena poco habitual de las que tanto me
gustan; la futura madre buscando un espacio para descansar plácidamente.
Sobre
el tablar baldío, convertido en caótico herbazal, se tumba el cérvido. Su mirada
al compás de su cabeza gira aprobando la paz establecida, y como radares, sus
altivas orejas rastrean posibles ruidos sospechosos. El susurro apaciguado y
manso del entorno va sumiéndola en un leve sueño, sujeto a los rigurosos
intervalos de vigilancia.
Un milano negro Milvus migrans con alimento para sus pollos, regaña mi presencia al sobrevolarme. No debe estar lejos el nido.
Me
levanto discretamente, para que la naturaleza, siga ignorando mi presencia.