Siempre que
miro detenidamente las fotos del archivo, me viene una historia a la memoria.
Será por ello, mi desbordada devoción a repasarlas esporádicamente. Recordar me
gusta. Los tiempos pasados, relacionados con aquellas aventuras en el núcleo de
la naturaleza, son de lo más creativo.
Todavía
guardo en un viejo cuaderno, la primera observación del pequeño pato negro que
dibujé apresurado mientras comenzaba mi lista de especies. Con el tiempo, aquel
pato negro se transformó en la preciosa gallineta Gallinula chloropus. Este rálido visto de
cerca, no es negro, tiene el dorso marrón oliváceo y la cabeza y zona ventral
de color pizarra, adornados sus costados con unas franjas blancas discontinuas
muy visibles. Las infracaudales también son blancas e indican su estado de
ánimo. Alarmada, el blanco escudo caudal es agitado provocando un efecto
fanérico notable.
Pero, lo que
más me impactaba, era ver sus patas verdosas con aquellos desmesurados dedos tan
largos como cañas de carrizo. Ese detalle, aparecía en mi libro. Dedos prácticos
para caminar sobre el fango y agarrarse a los tallos del carrizal y juncos,
provistos de alargadas membranas digitales impulsoras bajo el agua en los
desplazamientos. Su estilo nadador era pletórico en momento de calma. Si la
gallineta se alertaba, entonces su cabeza bamboleaba hacia adelante y hacia atrás en armonía con la propulsión de las patas para acelerar la marcha. El tramo de emergencia
lo culminaba con el típico vuelo a ras del agua, chapoteando hasta el carrizal. Atravesando su interior, hasta sentirse segura, un eslalon acuático fulgurante la hacía
desaparecer entre las rejas de la oscura masa vegetal. Vocinglera, a salvo, soltaba
su último regaño, tal vez, para aliviar el estrés.
Nadie estará
exento de batallitas que contar en sus días de excursión por la naturaleza,
seguro. En los comentarios, podéis relatar las vuestras. Qué sano es
recordarlas.
Esta
aventura comenzó explorando una de las márgenes del río Ebro en busca de aves
palustres, hace ya unos años. Vamos, unos cuantos. Hablo de unas riberas con
mucha vegetación, a veces, inexpugnable. Tres jóvenes aventureros en busca de
especies nuevas con que engrosar sus cuadernos de campo.
Orillamos
nuestros pasos a lo largo del río Ebro por tramos ligeramente expeditos evitando
el exceso de vegetación, e íbamos anotando gran cantidad de especies que no
enumeraré para no alargar demasiado el texto. Ya podéis imaginar para tres
jóvenes curiosos y primerizos, la lista era de lo mas corriente. Entre grandes
troncos tumbados, descortezados y embarrados avanzábamos. Cruzar sobre ellos para adelantar, suponía un riesgo asumible por el equipo de expedición. La
mayoría de casos, los árboles caídos, evitaban zarzales inexpugnables. Sin embargo, como he
comentado, estaban embarrados y resbaladizos. Caminar encima, tan inestables, abocaba
a trompazos inevitables y risas reflejas de los compañeros. Vamos, guarrazos en
toda regla; de cabalgada, de culo y costalazo. Nada extraño en la cuadrilla.
Otro día tocará al mas gracioso.
Para abreviar,
diré que se nos echó el tiempo encima tan rápido como una centella. Tanta
aventura y tanta fauna embulló nuestro mundo imaginario. Teníamos hora de
autobús y, perderlo, suponía un gran problema con el colegio aquellos años de
internado.
La enorme vuelta perimetral del galacho, cuya zona de vegetación
quedaba muy lejos, nos separaba mucho del punto de partida. Rodearlo suponía un
tiempo ajustado, pero, cruzar el carrizal abreviaría la hora de llegada a nuestro
destino. O, por lo menos, así lo pensábamos.
Escogimos
una entrada adecuada para evitar las aguas libres. Entre el apretado carrizo no se veían calveros, ni se intuían, por lo tanto abrimos camino. Estaba
reseca la vegetación y crujía bajo nuestro peso, sin embargo, no cedía. De
momento. Entre los tallos se adivinaba el fango, tarquín, cieno (arenas
movedizas comentábamos en broma). Llegó la zona mas húmeda, equivalente a la
putrefacción de los tallos resecos. Esa travesía comenzó a ceder y los pies
enzapatillados tras el impertinente crujido se hundían en el absorbente lodo.
Chuperreteaba el puñetero cuando levantabas el pie, despidiendo un fétido olor
posterior. Risas, carcajadas por la primera víctima. Después, el Karma.
Alguien dijo -ahora, vendrían bien las patas de la gallineta. Otra vez risas (muy
ocurrente).
Llegamos a
tiempo, algo justos, pero a tiempo. Nuestras zapatillas eran botas negruzcas y
húmedas que cambiaban a color cenizo durante el avance de la ruta.
Subir al
autobús fue tremendo. Entonces, se pagaba al chófer. Y, éste, de entrada, nos
echó la bulla sin contemplaciones. Tras nuestra penitencia, un hedor por el
pasillo hacía vomitar las críticas de los viajeros, con razón, pobrecillos. Nos
parapetamos en el fondo, apestados, cabizbajos. Partiéndonos el pecho,
discretamente.