Siempre que observo a una lechuza (Tyto alba), el sentido de su imagen desemboca en el recuerdo fiel de un pacto indeleble con los animales, acaecido años atrás.
Por aquel entonces, todavía era un chavalillo demasiado rural y algo bruto con los animales, como correspondía a los niños asilvestrados en aquellos tiempos de los años setenta, al estar exentos de otras diversiones que no fueran las de saquear nidos de pájaros en el campo. Pescabas, cogías cangrejos, ponías cepos o memorizabas todos los nidos que ibas descubriendo para envidia de los demás. Comentar el conocimiento de nidos de rapaces te daba un caché especial, con el que podías alardear sobradamente delante de tus amigos. Sé, que no era completamente ajeno a cierta pasión ejercida por todos los bichos que por el monte pululaban; sin embargo, tampoco era consciente del mal que les ocasionaba con mi conducta reprobable.
Un día ventoso de las casi siempre aguadas semanas santas y tras dos días consecutivos de llovizna intermitente e impertinente, coincidí en un refugio natural fruto de la erosión de un talud de tierra con un ave que conocía sobradamente, y que jamás vi con tanta emoción como en el momento señalado. Los latidos revolucionados me dejaron parado y con la respiración contenida, evité cualquier movimiento brusco que pudiera ahuyentar al ave agazapada y desbaratara por lo tanto aquel fantástico encuentro. Se trataba de una preciosa lechuza común, trémula y empapada. Su plumaje brillaba como la seda, y codiciaba mi mirada el color canela, gris y dorado de su dorso, junto al blanco puro de su zona ventral. Lucía tan agrisada, y canela incluso de cara, que parecía de la subespecie Tyto alba guttata de distribución europea. Todavía le quedaban filamentos del plumón de cría. Sus ojos, cien veces más sensibles que los del ser humano eran negros, negros como la profundidad de su mirada y, asistidos por unos oídos asimétricos ocultos entre el acorazonado disco facial compuesto de una pantalla de minúsculas plumas entrecruzadas; dichos oídos, estaban extraordinariamente capacitados para percibir cualquier sonido por muy bajo que éste fuera. El manto de plumas provistas de infinidad de filamentos con textura aterciopelada, le proporcionaban la insonoridad eficiente para sorprender a sus víctimas mediante un vuelo silencioso. Y, completaban el equipamiento excepcional sus extremidades posteriores, que eran largas y emplumadas hasta el nacimiento de los dedos, los cuales, terminaban en unas punzantes y perforadoras uñas mortales para sus presas y temibles para sus enemigos.
Toda esta serie de argumentos morfológicos extraídos de los libros de fauna, pasaban por mi cabeza cuando cogía a la desafortunada rapaz nocturna, compendio de todas las cualidades mencionadas. Por lo tanto, a partir de aquel momento mi concienciación fue instantánea, debido sobre todo a la atención urgente que el ave requería. Me impliqué y me responsabilicé definitivamente desde entonces eliminando de raíz aquellos deplorables hábitos anteriores.
Este recuerdo no pretende exponer solamente mi experiencia personal con una lechuza, sino algo mucho más importante; aprender de la lección imperecedera con que la vida me obsequió en ese preciso momento, para disponer a posteriori de lo estrictamente necesario.