
Sólo el paso de los años avala las vivencias que, por desgracia, protagonizan especies y subespecies desaparecidas en un pasado irrecuperable, convirtiéndose en valoradas joyas del recuerdo personal de cada uno.
Cuando miro los rebaños de cabra montés (Capra pyrenaica hispánica), el recuerdo se pone en marcha. Aprovecharé para ello, y agradeceré otra vez más, la oferta fotográfica que Javier Abrego García a puesto a mi alcance.

Quiero remontarme al cuatro de octubre de 1981, si no os importa el desfase de este notorio salto en el tiempo, para presentaros el aspecto acogedor de aquel maravilloso día acaecido en el otoñal paisaje del Valle de Ordesa (Huesca). El fin de semana fue insistentemente lluvioso, las nubes muy espesas y bajas apenas permitían el acceso de la luz del sol, que no apareció hasta el domingo por la tarde. El único coche que había en la explanada del parque nacional era un Renault 4 amarillo, el nuestro, mitigado su color por la aureola dorada general del bosque caducifolio, dispuesto en breve a despojarse de su fronda polícroma.
Aquel día estaba todo el Valle de Ordesa entregado al otoño, y todo para mí. Con prisa, por la hora tan avanzada y el escaso margen de actuación del que disponía a causa de la intensa lluvia, no me quedaba más remedio que apresurarme y aprovechar al máximo el tiempo restante y disponible. Fui dejando el río Arazas a medida que ascendía entre portentosos ejemplares centenarios de hayas muy frondosas, formando un bosque muy cerrado. Dejé atrás los pinos negros donde fui sorprendiendo a los sarrios más despistados que habían descendido a cotas más bajas.
En el descansillo próximo a las clavijas, miraba prendado el inmenso despliegue del arco iris provocado por la infinidad de minúsculas gotas de agua en suspensión e iluminadas por los rayos del sol de la cascada de Cotatuero en su vertiginoso desplome. Sobre las escasas nubes que tropezaban con las cumbres rocosas, volaba batiendo sus alas con energía el quebrantahuesos. La subida por las clavijas incrustadas en la roca que un herrero de Torla colocó para facilitar la cacería de sarrios y bucardos, me permitió llegar hasta el piso final y extenso, donde reposaban tumbados varios ejemplares de rebecos dispersos. Y, junto a la agrisada pared rocosa descubrí por primera vez y, a escasos metros, al inquieto treparriscos. Captó mi atención la intermitencia de sus alas mientras trepaba verticalmente, destellando el carmesí de sus alas en movimiento y los lunares blancos sobre el fondo negro de sus rémiges. Permanecí inmóvil, observándolo con la respiración contenida. No era para menos.

La descomunal mole pétrea de la Fraucata se teñía de oro a medida que el sol perdía su fuerza bajo el horizonte irregular. Solamente quedaba tiempo para ver unos escasos edelweiss marchitándose.

Cabra montés: http://es.wikipedia.org/wiki/Capra_pyrenaica