
Siempre es un placer recibir la visita de la viajera abubilla (Upupa epops) al finalizar febrero, cuando regresa del continente africano, su cuartel de invernada. Es un ave de librea caprichosa y llamativa, sobre todo, por esa combinación de blanco y negro muy destacada en vuelo. Pasea coronada con una extravagante cresta, replegándola voluntariamente según su estado de ánimo. Su monótono canto, abunda durante las demarcaciones territoriales en primavera, anunciándose simultáneamente ante las selectivas hembras disponibles.
Es cierto que para disfrutar de estos momentos especiales hay que aguardar al periodo de celo entre marzo y abril. Pero, ya no hace falta esperar su regreso en los viajes prenupciales para verla. Su costumbre parcialmente migratoria parece ampliarse, y, no solamente permanece en el sur y zonas costeras de Levante, sino que se la ve con más asiduidad por regiones del interior ibérico durante el otoño e invierno. No son poblaciones residuales provenientes de Centroeuropa como erróneamente se pensaba. Estas pequeñas poblaciones que rehúsan cruzar el Estrecho para alcanzar sus cuarteles de invierno en una amplia franja del continente africano, consiguen a pesar de las inclemencias invernales, hallar el alimento disponible en la península sin aparente dificultad.
Las citas de este coraciforme en los anuarios ornitológicos aragoneses cada vez abarcan más espacio en sus páginas. Su presencia ya no resulta tan extraña. Durante el mes de noviembre y ahora en diciembre, he visto con frecuencia en áreas despejadas y agrícolas a siete kilómetros de Zaragoza, varios especimenes de abubilla. Este sábado, he tenido incluso, la fortuna de observar a doce ejemplares juntos mientras campeaban por el terreno yermo de una desaparecida plantación de chopos. Ver el vuelo ondulante de una abubilla encandila. Pero, observar el desplazamiento de doce de estas blanquinegras aves ejecutando toda suerte de acrobacias, lo supera. Sus alas agitándose, actúan como heliógrafos. Destellos por doquier.
Me preocupa que la irrupción de algún invierno crudo cargado de fuertes y pertinaces heladas, pueda sorprender a estas magníficas aves insectívoras en su nueva andadura. Como le ocurrió un ventoso y gélido invierno de 1985 a las avefrías (Vanellus vanellus), cuyos picos, no podían perforar el terreno endurecido por las heladas para acceder y capturar a los invertebrados de los que se alimentaban. Murieron miles de estas aves completamente desnutridas.