
jueves, 25 de noviembre de 2010
Búho real (Bubo bubo): el superpredador (1)

domingo, 21 de noviembre de 2010
El autillo (Otus scops)

El color de sus ojos es de un característico amarillo azufrado. Los penachos cefálicos son minúsculos pero visibles y, detrás del negro dibujo del disco facial, se halla el pabellón auditivo.

lunes, 8 de noviembre de 2010
Lechuza campestre (Asio flammeus)

Desde lo alto de un espolón rocoso localicé hace tiempo multitud de plumas esparcidas, algunas, demasiado complicadas de recuperar. Las había dispersas por la superficie del cantil y sujetas entre las grietas y plantas rupícolas. Con estas plumas de lechuza campestre (búho campestre, en la actualidad), completaba el pequeño catálogo personal de plumas del conjunto de rapaces nocturnas ibéricas. Precisamente, como dato de interés, existía un caso confirmado de cría de esta rapaz cerca del lugar mencionado de la provincia de Zaragoza (F. Tallada Obs. Personal).
La lechuza campestre es una visitante regular, procedente de países atlánticos europeos. En septiembre comienza la migración postnuptial alargándose hasta noviembre, y con más activos que en la prenupcial que se concentra en el mes de abril. Se reproduce esporádicamente en la Península y Baleares; probablemente se trate de ejemplares que tras una irrupción invernal de la especie se quedan a reproducirse (Asensio et al, 1992).
Este es un búho habitante de espacios abiertos y estratos herbáceos, acompañados ocasionalmente de zonas húmedas. Prospecta la lechuza campestre de modo similar a cualquier aguilucho durante sus cacerías, siendo crepuscular y nocturna; tampoco desaprovecha la tarde ni la mañana para tal fin. Aunque captura algún pajarillo e insectos, su alimentación se basa principalmente en los micromamíferos: ratones, musarañas y topillos, destacando a los micrótidos y concretamente a (Microtus arvalis). La población anual de esta especie de topillo se estimaba en 100 millones en años normales, pero en el verano de 2007 pudieron alcanzar por lo menos los 700. Estas hordas de roedores pusieron en jaque a los agricultores castellanoleoneses, al despuntar la estampida demográfica que provocó la ira de estos campesinos castellanos, cuya alarma desbocada, les hizo justificar el veneno para erradicarlas. Desde siempre, los escopeteros llevan aniquilando a los principales combatientes naturales de estas plagas; los cernícalos, aguiluchos, ratoneros, lechuzas campestres etc. Y, todavía en muchos cotos se sigue practicando esta vergonzosa actividad contraproducente, evocadora de la desaparecida “Junta de Extinción de Animales Dañinos” de la etapa franquista que, defendía contra natura la cosecha de especies cinegéticas como único bien de interés general, y que para protegerla, abatía sin contemplaciones a rapaces y animales sospechosos por doquier, desnudando los campos de su presencia necesaria.
Al final, según un estudio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la plaga de topillos que asoló Castilla y León desapareció de forma natural y no por los tratamientos aplicados con rodenticida que se llevaron a cabo. Estos venenos indudablemente, pudieron afectar negativamente a la biodiversidad con resultados preocupantes.
Retomando la escena del desplumadero, dichas plumas pertenecían a un ejemplar joven de lechuza campestre, llegada como migrador prenupcial. Tuvo el ave, la mala fortuna de toparse con el búho real, y éste tras capturarla, la transportó hasta el saliente del espolón rocoso en las cercanías de su nido, donde la desplumó y entregó posteriormente a la hembra que, seguramente, estaría incubando o protegiendo a sus pollos de corta edad.
Una vez más, la sabiduría de la naturaleza, destaca la estupidez de cierto sector humano.
La lechuza campestre, la común, el búho chico, el cárabo y los machos de búho real, son la mejor representación de cazadores para equilibrar la población de este tipo de roedores, ejercida durante la noche.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Como de la noche, al día

Siempre que observo a una lechuza (Tyto alba), el sentido de su imagen desemboca en el recuerdo fiel de un pacto indeleble con los animales, acaecido años atrás.
Por aquel entonces, todavía era un chavalillo demasiado rural y algo bruto con los animales, como correspondía a los niños asilvestrados en aquellos tiempos de los años setenta, al estar exentos de otras diversiones que no fueran las de saquear nidos de pájaros en el campo. Pescabas, cogías cangrejos, ponías cepos o memorizabas todos los nidos que ibas descubriendo para envidia de los demás. Comentar el conocimiento de nidos de rapaces te daba un caché especial, con el que podías alardear sobradamente delante de tus amigos. Sé, que no era completamente ajeno a cierta pasión ejercida por todos los bichos que por el monte pululaban; sin embargo, tampoco era consciente del mal que les ocasionaba con mi conducta reprobable.
Un día ventoso de las casi siempre aguadas semanas santas y tras dos días consecutivos de llovizna intermitente e impertinente, coincidí en un refugio natural fruto de la erosión de un talud de tierra con un ave que conocía sobradamente, y que jamás vi con tanta emoción como en el momento señalado. Los latidos revolucionados me dejaron parado y con la respiración contenida, evité cualquier movimiento brusco que pudiera ahuyentar al ave agazapada y desbaratara por lo tanto aquel fantástico encuentro. Se trataba de una preciosa lechuza común, trémula y empapada. Su plumaje brillaba como la seda, y codiciaba mi mirada el color canela, gris y dorado de su dorso, junto al blanco puro de su zona ventral. Lucía tan agrisada, y canela incluso de cara, que parecía de la subespecie Tyto alba guttata de distribución europea. Todavía le quedaban filamentos del plumón de cría. Sus ojos, cien veces más sensibles que los del ser humano eran negros, negros como la profundidad de su mirada y, asistidos por unos oídos asimétricos ocultos entre el acorazonado disco facial compuesto de una pantalla de minúsculas plumas entrecruzadas; dichos oídos, estaban extraordinariamente capacitados para percibir cualquier sonido por muy bajo que éste fuera. El manto de plumas provistas de infinidad de filamentos con textura aterciopelada, le proporcionaban la insonoridad eficiente para sorprender a sus víctimas mediante un vuelo silencioso. Y, completaban el equipamiento excepcional sus extremidades posteriores, que eran largas y emplumadas hasta el nacimiento de los dedos, los cuales, terminaban en unas punzantes y perforadoras uñas mortales para sus presas y temibles para sus enemigos.
Toda esta serie de argumentos morfológicos extraídos de los libros de fauna, pasaban por mi cabeza cuando cogía a la desafortunada rapaz nocturna, compendio de todas las cualidades mencionadas. Por lo tanto, a partir de aquel momento mi concienciación fue instantánea, debido sobre todo a la atención urgente que el ave requería. Me impliqué y me responsabilicé definitivamente desde entonces eliminando de raíz aquellos deplorables hábitos anteriores.
Este recuerdo no pretende exponer solamente mi experiencia personal con una lechuza, sino algo mucho más importante; aprender de la lección imperecedera con que la vida me obsequió en ese preciso momento, para disponer a posteriori de lo estrictamente necesario.
