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domingo, 29 de octubre de 2017

Un trofeo para los buitres




Hace unos años hallé un ejemplar de corzo Capreolus capreolus al lado del río, tumbado, muerto. Allí quedó acompañado de la maraña ribereña y el dosel forestal sin permitir a los necrófagos su localización. Tal vez, el cérvido se pudriera sin más por el complicado acceso a su carne cubierta por la vegetación.





El uno de mayo de este año, de nuevo, me encontré con la misma tesitura; otro precioso corzo macho muerto. Las fuertes rachas de viento que alcanzaron gran fuerza por su velocidad, tumbaron bastantes árboles, tanto silvestres como de plantaciones. Allí estaba el corzo, y ello me hizo pensar que tal vez se tratara de una víctima más del viento al derribar el chopo cayéndole encima. Paradojas de la vida. En una necesaria comprobación desestimé el accidente al no hallar sobre el animal ni el tronco ni las ramas sobre su cuerpo. Sin embargo, al darle la vuelta, un boquete perfecto en el flanco izquierdo reveló la causa de su muerte; un disparo de rifle. Si, tan soberbia criatura abatida simplemente por placer, por una imborrable muesca en la genética del cazador humano que no desaparece ni con generaciones bien abastecidas de carne. Un gen imperturbable que sólo obedece a matar sin sentido, sin necesidad, sólo por el macabro deseo de jugar con ventaja y anular vidas a granel. Tal vez, como decía el filósofo Jesús Mosterín; meros complejos en la cerrazón de estos aniquiladores sin más.

Esta vez no me lo pensé dos veces. El corzo anterior se pudrió en la soledad, desperdiciado. Cogí al herbívoro como pude, a pesar de estar húmedo por el rocío matinal y me lo eché sobre los hombros camino de la ladera pedregosa, fuera de la chopera y lo más alto posible del monte, desde donde los castigados buitres leonados pudieran darle el final más justo dentro del marco de la naturaleza. 

Dos semanas después vi el resultado. Conociendo el comportamiento de estos impasibles necrófagos entregados a sus disputas jerárquicas, fui testigo de su labor cumplida, y yo, compensado por el esfuerzo como porteador, ya que el animal pesaba lo suyo. Las grandes plumas y plumones esparcidas por la ladera, y los huesos del festín en el fondo, delataban el éxito de un buen trabajo. 

Por cierto, cuando deposité el corzo en un lugar visible, alto y accesible para los buitres, descubrí entre los campos y la chopera a una persona que caminaba de un lado a otro buscando algo, no sé...se le veía muy concentrado en ello. 











domingo, 2 de abril de 2017

Como buitres callejeros


Con el viento como aliado, achicando distancias y economizando el vuelo, así consumen los buitres leonados Gyps fulvus sus largas singladuras en busca de alimento. Su vista, capaz de abarcar enormes áreas de campeo cuidadosamente rastreadas, tenía una mayor capacidad de atención durante sus recorridos aéreos, por lo menos, hace unos años.
Abandonar los cantiles pétreos a la búsqueda de cadáveres requiere de corrientes de aire oportunas para desplazarse, ahorrando para ello, una importante cantidad de sus reservas. Nunca se sabe cuándo aparecerá la necesaria fuente de alimento para abastecerse, y las distancias han sido y son interminables cuando el hambre azuza.  
Estas aves necrófagas siempre actuaron así, rastreando el hábitat de la ganadería extensiva en busca del ejemplar que tenía las horas contadas. Aunque la agonía se alargara, ellos han gozado siempre de una envidiable carga de paciencia. Los animales domésticos se abandonaban allí donde sucumbían, y en la infatigable labor exploradora de los buitres, a veces con la inestimable ayuda de córvidos y de rapaces medianas, los carroñeros abordaban los cadáveres de la salvación tras muchas horas de vuelo.

 

Actualmente, de seguir así, podrían terminar sus costumbres prospectoras. Y, al despegar de sus cantiles, hacerlo con la agenda establecida por rutina hacia los muladares y granjas determinadas. Se sabe que han cambiado sus prácticas, pero sería peor que memorizaran las rutas preestableciéndolas para convertirlas en un hábito crónico. Por ello, sobre todo los jóvenes, llegarían a sucumbir con mayor facilidad ante los puntos de alimentación que no siempre tuvieran el avituallamiento esperado.
No se ha terminado de garantizar la legalidad del abandono de las piezas muertas de la cabaña ganadera que, por si fuera poco, cada día merma de modo alarmante. Su tratamiento y recogida perjudica a los ganaderos e indirectamente a los grandes carroñeros.
Es triste a estas alturas, después de la drástica medida impuesta por la UE para eliminar los animales domésticos tras la enfermedad de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina), ver a estas grandes carroñeras hacer fila en las granjas intentando arañar algo de comida.
 

Saludé al granjero y me contestó. Evidentemente, no le saqué ninguna fotografía. Sin embargo, detecté en su conducta cierto asombro por mi interés con la escena, puesto que, cuando abrió el vallado, la bandada de buitres era como si formara parte habitual del tejado de la nave. Por lo que vi, ni él ni ellos se inmutaban. 





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