Hace unos años hallé un ejemplar de corzo Capreolus capreolus al lado del río, tumbado, muerto. Allí quedó acompañado de la maraña ribereña y el dosel forestal sin permitir a los necrófagos su localización. Tal vez, el cérvido se pudriera sin más por el complicado acceso a su carne cubierta por la vegetación.
El uno de mayo de este año, de nuevo, me encontré con la misma tesitura; otro precioso corzo macho muerto. Las fuertes rachas de viento que alcanzaron gran fuerza por su velocidad, tumbaron bastantes árboles, tanto silvestres como de plantaciones. Allí estaba el corzo, y ello me hizo pensar que tal vez se tratara de una víctima más del viento al derribar el chopo cayéndole encima. Paradojas de la vida. En una necesaria comprobación desestimé el accidente al no hallar sobre el animal ni el tronco ni las ramas sobre su cuerpo. Sin embargo, al darle la vuelta, un boquete perfecto en el flanco izquierdo reveló la causa de su muerte; un disparo de rifle. Si, tan soberbia criatura abatida simplemente por placer, por una imborrable muesca en la genética del cazador humano que no desaparece ni con generaciones bien abastecidas de carne. Un gen imperturbable que sólo obedece a matar sin sentido, sin necesidad, sólo por el macabro deseo de jugar con ventaja y anular vidas a granel. Tal vez, como decía el filósofo Jesús Mosterín; meros complejos en la cerrazón de estos aniquiladores sin más.
Esta vez no me lo pensé dos veces. El corzo anterior se pudrió en la soledad, desperdiciado. Cogí al herbívoro como pude, a pesar de estar húmedo por el rocío matinal y me lo eché sobre los hombros camino de la ladera pedregosa, fuera de la chopera y lo más alto posible del monte, desde donde los castigados buitres leonados pudieran darle el final más justo dentro del marco de la naturaleza.
Dos semanas después vi el resultado. Conociendo el comportamiento de estos impasibles necrófagos entregados a sus disputas jerárquicas, fui testigo de su labor cumplida, y yo, compensado por el esfuerzo como porteador, ya que el animal pesaba lo suyo. Las grandes plumas y plumones esparcidas por la ladera, y los huesos del festín en el fondo, delataban el éxito de un buen trabajo.
Por cierto, cuando deposité el corzo en un lugar visible, alto y accesible para los buitres, descubrí entre los campos y la chopera a una persona que caminaba de un lado a otro buscando algo, no sé...se le veía muy concentrado en ello.