
Cuatro grados bajo cero marcaba en el panel del coche al parar cerca de la ribera del Ebro a siete km. de Zaragoza. Apenas, la alborada, dejaba una luz capaz de adivinar los contornos de la arboleda. Iluminaba mas el blanco uniforme de la escarcha que la tenue luz del alba. No había otra expresión más locuaz para definir el ambiente meteorológico que la sentida en mis propias carnes: hacía un frío que pelaba, sin más.
Desde luego, con fe ciega, era mayor mi ansiedad por disfrutar de este paraje tan particular que el de sucumbir ante la penuria del frío. Tan sólo, buscaba curiosear por la orilla del río e intentar fotografiar alguna garza real.
A medida que avanzaba por el pasillo de tamarices pisando sobre un manto verde y blanco de hierba helada, el frío húmedo, me atenazaba cada vez más. Ni un alma se dejaba ver en los alrededores, solamente un enorme jabalí que, como yo, sufrió el sobresalto del inesperado encuentro.
Al final del paseo, entre vegetación espesa y desnuda, se avistaba la margen abierta del Ebro. La diferencia térmica entre el agua y el aire, provocaba una veladura misteriosa de bruma. Allí surgió el milagro, la magia, la fascinación y el asombro. Una veintena de garcetas grandes (Egretta alba) junto a garzas reales (Ardea cinerea), cormoranes (Phalacrocorax carbo), azulones (Anas platyrhynchos), cercetas (Anas crecca) y otras tantas aves más discretas, llenaron el espacio mitigando el frío y el silencio. Boquiabierto, solté lastre, cogí la cámara ya preparada y, con ISO alto para ganar velocidad, disparé a todo cuanto pude en la hora y media que estuve de pie sin cantearme; puesto que las ardeidas, muy desconfiadas, trataban de dar forma a mi silueta con el cuello erguido.
Terminadas las fotos, minimizado el tiempo por la emoción y la sorpresa, olvidé el gélido amanecer, y después, me acomodé para terminar la mañana frente a los rayos del sol, que incidían de lleno sobre el río y sus efluvios de vapor.
Reconozco que la mañana vivida, era infinitamente más bella que las fotos presentadas. Aun así, espero que os ayuden a imaginarla.
Garcetas concentradas en un lugar estratégico y confortable. Muy recelosas.
A medida que avanza la mañana temprana, las garcetas ocupan distintas parcelas
en busca de alimento.
Poco a poco, el avance de la alborada cambia de tonalidad. Cuando el sol asoma, la calidez de su luz inunda el espacio ribereño.
El sol templa el ambiente, y las garzas, abandonan escalonadamente el punto de concentración.
Otros azulones llegan.
Andarríos chico y ánade real.
Lavandera blanca levantando insectos en vuelo rasante para capturarlos.
Andarríos chico controlando aguas someras.
Garceta grande.
Comparativa de tamaños entre garceta grade y garza real.
Cormoranes antes de la sesión de secado del plumaje.
Una agachadiza común prospecta entre la bruma casi despejada.