Los
cantiles calcáreos son balcones ideales para exponer vocalmente sus intenciones los machos
de paloma zurita Columba oenas. Desde
allí, zurean machaconamente, aderezada su voz por el eco de un espacio
encerrado por la roca. A cualquier hora diurna sin desdeñar incluso las horas
más calurosas, como las chicharras bajo el intenso calor, resulta audible su
arrullo desde cualquier promontorio intentando atraer la atención de la hembra.
El verde metalizado a ambos lados del cuello destella cuando sus pulmones se llenan y vacían de aire, convirtiéndolo una vez exhalado, en voz grave y ahogada como una
súplica constante.
Muy vulgarizadas por la gente a causa de las palomas domésticas, las palomas silvestres siguen pareciéndome unas aves extraordinarias.
Muy
parecida a su pariente próxima la paloma bravía Columba livia, se diferencia de ésta por carecer del intenso
obispillo blanco y tener las franjas alares menos marcadas. El iris de los ojos
es de un castaño oscuro que apenas se aprecia con el negro de las pupilas; en
las bravías es de un tono anaranjado rojizo.
Es
la menos urbana y en la ciudad coincide poco con la alimentación de palomas
domésticas y torcaces.
Macho de zurita arrullando
Si
la paloma torcaz tiene un enemigo a su medida como es el azor Accipiter gentilis, la bravía y la
zurita tienen al halcón peregrino Falco
peregrinus.
En
el entramado rocoso del cañón del río Mesa no faltan las persecuciones de los
peregrinos en busca de presas con las que subsistir.
La
última secuencia que pude presenciar fue la de una infortunada paloma zurita,
alcanzada por el macho de un peregrino rebosante de energía dispuesto a
demostrar a la hembra su capacidad cazadora. Una ofrenda para aceptar ésta el
emparejamiento y su disponibilidad reproductora.
A la izquierda un joven de paloma torcaz Columba palumbus y a la derecha joven de paloma zurita Columba oenas, ambas con tonos más apagados.
“La mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva”. Gorriones, Juan Ramón Jiménez.
Desde la mirada expectante del autor Juan Ramón Jiménez, que vivarachos e inquietos resultan los pardos pájaros. En éste fragmento del poema “Gorriones” hay que ver como disfruta especialmente de su presencia. También desde su prisión, Miguel Hernández se acuerda de ellos en su poema “El gorrión y el prisionero”. Los disfruta libres desde su amargo cautiverio, envidiándolos por intrépidos aventureros en busca de las migajas enrejadas; rejas con fronteras sin peaje. Gorriones eternos, tallados con letras nobles en poemas y canciones que mecen el alma del lector sensible. Sí, gorriones, gorriones y gorriones volando por la imaginación de grandes poetas. Poetas que vieron en estas aves tan cotidianas del paisaje urbano una nota de atención y nostalgia del siempre vivo renacer de los días venidos y por venir. El pajarillo presente en las mañanas del trabajo y tardes de veladores. Recorriendo a saltos como bolitas emplumadas, cada uno de los recovecos enmarañados de patas de sillas y mesas. Sorteando, también, los pies entrecruzados de los comensales a la búsqueda de alguna migaja caída en sus dominios. Pájaro mundano, hábil en el trato con los humanos por adaptable y perseverante. Pero este pardo pájaro, tan corriente, avispado y activo, tiene sus bajas y sufre el desencanto de poemas tiernos convertidos en tragedia. Son los jóvenes víctimas propicias por falta de rodaje. Fatal destino para inocentes inexpertos salidos del fortín nidal a la desprotegida calle, al peligro agazapado. Mis apuntes, relatos de la vida, no sólo desvelan esa ternura de final feliz. Son diversas notas que describen, además, la crudeza del esmerejón Falco columbarius arrancando de las ramas de un árbol al gorrión recién despertado. Al joven desventurado prisionero de las fauces del felino urbano, hostigado por unos progenitores desesperados por la impotencia. La ignorancia del pequeño pidiendo ceba cuando una urraca Pica pica se posa a su lado destrozándolo a picotazos para ser devorado seguidamente. O, como la madre deposita fuera del nido, con delicadeza, al recién nacido muerto; víctima quizá, de un golpe de calor estival. Son historias de la vida y su severa escuela. También el gorrión, pirata de las oportunidades, desbanca a los aviones comunes Delichon urbica de sus nidos, del mismo modo que los estorninos Sturnus vulgaris lo hacen con él. El gorrión patrulla los graneros, y en comandos bien organizados, los asalta cuando las dificultades meteorológicas arrecian y el alimento escasea. Eso suele ocurrir después de haber consumido infinidad de insectos perjudiciales para los cultivos durante unas tres crías anuales por pareja. Son grandes aliados del agricultor. Su pericia cazadora lo capacita incluso para atrapar -como pude observar en una ocasión- un saltamontes egipcio Anacridium Aegyptum de gran tamaño en vuelo. Bien sabe China cual fue el precio de aniquilar al gorrión común por un puñado de grano. Granos ofrendados de nuevo para su reintroducción, dejándolo actuar dada su eficacia contra los insectos nocivos del campo. Así corrigieron el error, por ignorancia, con que optimizaron cosechas venideras. No podría concluir sin adjuntar mas desparpajo en este paseriforme tan oportunista, recordando una ocasión mientras observaba a un pito real Picus viridis picotear el duro suelo de un descampado entre unos coches. El pícido preparó un manto de tierra removiéndola entre cuatro atentos gorriones. Agitó sus alas levantando una ligera polvareda con la que cubrió su plumaje. Después, organizados jerárquicamente procedieron también a su aseo personal dichos gorriones, aprovechándose de la labor del picamaderos verde. Los gorriones son impredecibles en cautividad. El último que tuve, fue recogido por su debilidad manifiesta. Es posible que sus padres no dieran abasto para alimentarlo por la presión del resto de sus hermanos y quedó desatendido; suele ocurrir. Reconozco que dada su nula impronta, resultó durante su cría un pájaro arisco y poco sociable. Se dejaba alimentar pero, siempre, guardando la distancia prudencial. Su liberación, una vez recuperado definitivamente, fue tan sencilla como abrir la ventana y dejarlo escapar. Posadero para pasar la noche elegido por él Pero hubo otro ejemplar que no puedo ni quiero borrar de mi memoria. Mi hija se ocupó de él cuando apenas asomaban las plumas de su pequeño cuerpecillo. Mientras hacía los deberes, el gorrión la acompañaba posado en su caja, día tras día. Correctamente alimentado, sus patas y alas respondían con la precisión esperada. Y, aprendido el territorio compartido del piso, volaba en busca de nuestros hombros o cabezas para posarse si nos perdía de vista. Bebía de su cuenco o, por ser más accesible, de la pecera, antes que el carpín naranja fuera a su encuentro burbujeando. Abrir el bote de comida del pez era una aventura. Siempre atento el gorrión, acudía veloz a posarse sobre el borde, metía la cabeza y removía violentamente todo su contenido. Aquellos copos caían por la cocina como la nieve sobre la montaña. Le gustaban mucho, no cabe duda. El no va más, ocurría cuando nos abríamos un helado de cucurucho y se apercibía de ello (me refiero a las primeras veces antes de tomar precauciones). Aterrizaba como enloquecido sobre la mano y picoteaba el helado como si llevara días sin comer. Era tal la obsesión con el dulce que, para estar más cerca del alimento, se posaba sobre él, y los enjutos dedos de sus patitas se hundían levemente sobre el cremoso helado. Para que no nos manchara, había que cogerlo literalmente y mandarlo a la galería para terminar el postre tranquilos (le dejábamos su parte, claro). Daba la impresión, es sólo un comentario, que el pequeño gorrión hubiera heredado genéticamente el gusto por los helados, impregnado su instinto por generaciones anteriores. Llegaba el día a su fin y el gorrión buscaba refugio para dormir. Al principio nos gustaba como se acurrucaba sobre nuestro hombro pegándose al cuello; ahuecaba el plumaje y giraba la cabeza apoyándola sobre su dorso. Cuando había que moverlo para llevarlo a su posadero, su despertar era agresivo. Apuntaba con su pico entreabierto, muy enojado, el dedo con el que pretendías trasladarlo. Muy a nuestro pesar, evitando el placer de ofrecerle el hombro para su descanso, al llegar la hora de dormir lo depositábamos en su percha. Las aves necesitan la seguridad de un espacio convincente para pasar la noche. Su instinto lleva impreso en materia de seguridad, la importancia de dormir protegido para evitar a los predadores nocturnos de su hábitat. Despertarlo una vez acomodado, era muy estresante para él. En la recta final de su cautiverio y dispuesto para la libertad
El sábado pasado, me dio el punto y en
un momento me trasladé al campo. Es una zona donde puedo ver al búho real sin
mucha dificultad. Ahora que están de amoríos, me apetecía estar presente para
disfrutar de ellos y de sus manifestaciones nupciales.
Hay multitud de blogs cargados de
fotos de búho real, fotos de una calidad increíble y espectaculares en
toda su dimensión. No me canso de verlas.
No es mi caso, puesto que no he dedicado
apenas el tiempo necesario para preparar, tecnológicamente, el escenario
adecuado de fotografía de trampeo para sorprender a tan selecta rapaz de la
noche.
Mi técnica es otra y no busca en
exclusiva la captura fotográfica, sino todo lo contrario; busco el contacto
visual y vocal con el búho real, disfrutar de toda su esencia salvaje.
El plumaje gutural blanco de la hembra a pesar de ser ésta de mayor tamaño que el macho, no luce tanto como el de su consorte cuando reproduce su canto.
Como os comentaba, una vez en el campo
rodeado de las luces de polígonos industriales, con la ruidosa autovía y la vía
del tren como elementos del paisaje, me dispuse a presenciar el ocaso del sol.
La luz escaseaba y las posibilidades para la cámara también. Por lo tanto, plagié
la voz del búho real imitándolo lo mejor que pude (no me gustan los reclamos
artificiales). Llevo siempre la cámara conmigo pero sin preparar nada, sólo quería saber que todavía
existían en su territorio. Y, los jóvenes ya se habían dispersado. Sobre un
talud asomaban las ramas secas de la copa de un álamo todavía vivo, limitando
mi panorámica a la parte superior del lugar.
Media hora después comencé a escuchar
al macho bastante lejos y mi atención se centró en él. Tanto se centró, que la
hembra apareció sobre la rama seca posándose súbitamente a unos 25 metros de distancia. Ya no había apenas
luz pero podía verla bien. Con la cámara y su flash accesorio disparé algunas fotos
que salieron, salvo las pupilas reflectantes, totalmente negras. Lo que veis,
es el resultado de forzarlas y aclararlas con el photoshop.
Con la emisión del canto, el blanco de las plumas guturales se intensifica, dando una señal óptica para el macho.
Muy atenta a todas las direcciones, vigila en equilibrio sobre una rama seca de álamo blanco, el paso de los vehículos de la autovía sin dejar de ulular.
Agotado el tiempo como espectador,
decidí cesar la imitación para que la hembra no lo perdiera más conmigo. Así lo
hizo yendo en busca de su pareja.
Cuando la oscuridad tapizaba todo,
salvo el horizonte industrial, estaba recreándome con la observación tan
especial de la jornada. No era la primera vez que tenía un encuentro así pero,
éste, al ser el último, me parecía más fresco para comentar. Estaba, como decía,
disfrutando mediante la reproducción mental del maravilloso encuentro. Feliz además,
de escuchar a la hembra cerca del macho a lo lejos. Estaba tan ensimismado que
surgió de la nada una estridente voz, la voz enojada de la hembra de búho real
ante mí, un intruso difuminado al amparo de una línea de pequeñas retamas. La
voz de alarma de la hembra de búho real es muy estridente, todo lo contrario
que su dulce voz nupcial. Me armé de tranquilidad superando el tremendo susto
recibido y contesté con la voz apaciguadora. Ella contestó poco después,
también, pacificada (por fortuna).
Se fue definitivamente al lugar de
nidificación del año actual, desde donde la escuchaba bastante lejos. Por allí
la dejé entregada a su futura obligación biológica comprobando tal vez, esos
cuencos preparados por el macho para seleccionar uno como mejor opción para
anidar.
No sé cuál puede ser el motivo exacto del
acercamiento de la hembra de búho real atraída sin duda por la imitación de su canto pero, no por ello, deja de ignorar al extraño ser reproductor del plagio y provocador de
su indagación (siempre lo he hecho sin ocultarme). La rapaz nocturna no se
suele acercar a más de 20 metros y su curiosidad es insaciable.
Este
encuentro fue de media hora pero, en una ocasión estuve con otra hasta tres horas. Aquella, a plena luz.
Desde el cable
cercano al soporte incrustado en la fachada de la casa del pueblo, canturreaba
el macho de golondrina todas las mañanas. Mi vieja cama, heredada con mucha
estima, ni siquiera estaba pintada por no borrar la huella de mis antepasados
que en ella se apoyaron. Muy pegada a la ventana abierta, con la persiana
desenrollada, conectábamos el pájaro y yo a través del hueco de sus lamas de
madera. Daba igual si no quería madrugar, el charloteo de la golondrina a
primeras horas, alboreando, me llevaba a la ventana. Allí la veía tan radiante, arrancándome una sonrisa atento a su voz delicada y musical. -No puedo dormir más pero,
escuchándote, me alegras el alma-. No creo que estés cantando sólo para marcar
tu territorio, pienso que lo haces para alentar a toda la comunidad de seres
vivos a disfrutar de un nuevo día de sol y momentos por vivir. El comportamiento
mecánico que los científicos os achaca, es sólo para gente cuadriculada. Las golondrinas tenéis el don de acelerar el corazón de las personas que lo
tienen. Estos días, os echo mucho de menos en la calle. Los cables de mi ventana están vacíos
y, las mañanas desde entonces, son más largas. Tampoco el colirrojo tizón, más
madrugador que el gallo, se puede escuchar; las obras en las casas los han
dejado sin posibilidades para anidar.
Pero bueno, en esta
ocasión he combatido la nostalgia acercándome a otra ventana para revivir de
nuevo aquellos días. Una ventana con sus jambas y alfeizar todavía azulados de cal.
Azul de blanquear la ropa y aplicado con la brocha de encalar y su alargadera
de caña. El paso del tiempo, ha desgastado el azulete y afloran las hebras
donde el color tenía más densidad, quedando claroscuros al desprenderse las
capas.
Es una familia bulliciosa
de golondrinas que ha anidado dentro del habitáculo. Atravesando el hueco de la
ventana de cristales quebrados entran y salen estruendosas, acaparando mi
atención; alegrándome el día. A estas horas de la mañana el sol es suave y, muy
importante para las aves, como para la vida de la mayoría de los seres vivos
terrestres. Entre sus mayores beneficios está la síntesis de la vitamina D en
la piel, indispensable para el metabolismo del calcio.
La vitamina D tiene
un rol muy importante en la puesta de huevos, la calcificación del ave y la
supervivencia de los embriones. Es indispensable para el correcto metabolismo
del calcio.
La glándula uropigial (la glándula sebácea se encuentra en la
base de la cola en la parte posterior y superior de muchas especies de aves)
produce precursores de vitamina D, que extienden sobre las plumas con el pico
durante el acicalamiento normal. Cuando el ave se expone a la luz
ultravioleta (la porción UVB), los precursores se convierten en la vitamina D3
activa, que luego se ingiere cuando el ave se acicala de nuevo.
Macho y joven de golondrina soleándose placenteramente.
El placer de una
buena sesión solar en las golondrinas se aprecia indudablemente por las
posturas atípicas mostradas en las imágenes, rara vez visto con facilidad en
las aves pero, efectuado por todas y de un modo muy similar en instantes muy concretos
de relax.
Satisfecho de nuevo,
con la oportunidad de atesorar otra imagen inexistente en mi memoria, me voy entusiasmado al poder contar con el documento mostrado en esta
entrada.
Ya los estuve viendo
sobrevolar el carrizo donde nacieron pero, sin posibilidad de ver la plataforma
del nido cubierta por la densa marea de cañas. Eran vuelos cortos los que
realizaban, a causa del incipiente plumaje todavía incompleto. La zona está
protegida por su singular biotopo palustre originada por un meandro del río Ebro,
correspondiente al tramo del cauce abandonado tras una crecida del río hace
muchos años. Estos restos del Ebro se conocen como “galachos” en Aragón, y
tienen un alto valor ecológico por la valiosa fauna que atesoran.
Tenía más o menos
previsto un itinerario corto con el nombre en mente de varias especies de las
que observar sus jóvenes voladores en progreso. Así pues, mientras preparaba el
material óptico, el lugar se animó.
Hasta que no
apareció un joven aguilucho lagunero Circus aeruginosus decidido a posarse en la orilla del río,
una orilla rebosante de hierba fresca, no reparé en el animal muerto que
visitó. No parecía la primera prospección y, si no hubiera sido por la
insistencia de intentar sacarlo del agua, no hubiera adivinado que se trataba
de una garza real Ardea cinerea;
sobre todo, cuando accidentalmente, levantó una de sus alas. Obviamente, no
logró su propósito y se fue alimentando con lo más accesible, aún posándose
sobre el cadáver flotante, la masa muscular quedaba bajo el nivel acuático.
Interesado por la
secuencia, apareció seguidamente otro ejemplar con el que compartió el cadáver
sin mediar pelea alguna. Incluso más tarde, acudió un tercero colocándose en un
lugar ligeramente elevado donde esperó pacientemente, observando hasta la
llegada de su turno.
Que más decir, sólo
que, con la historia de estos hermanos (probablemente), ya no me moví del
lugar, me dediqué a disfrutar de su primer año de vida para corroborar el
intenso aprendizaje del que eran protagonistas con muy buena nota.
Me gusta, cuando hay
oportunidad, dedicar el tiempo necesario para ver el final de cada acontecimiento
cotidiano protagonizado por la especie observada, disfrutando del desenlace para conocerla mejor en sus diferentes pautas.
La lejanía bajó la
calidad de las fotos pero, no del seguimiento. Sin recelar las rapaces de mí por
la distancia, el espectáculo de sus disputas con vuelos bien mantenidos me
dejaron muy satisfecho.
Hoy he visto a dos pollos de búho real, a lo lejos, reposando curiosos, totalmente emplumados a la
sombra y luciendo sus hermosos penachos cefálicos. Uno de ellos es, precisamente, el de esta historia.
Sin embargo, de este pequeño
apunte que cuento seguidamente, han pasado ya algunas semanas.
Miraba un
ejemplar de búho real Bubo bubo en la
rinconada de un talud. Una gran hembra que reposaba, al parecer, bastante
tranquila según podía comprobar desde una posición algo alejada a vista de
prismáticos. Lo más curioso de todo, precisamente por la tranquilidad de la
rapaz nocturna, es que estaba rodeada de más de sesenta milanos negros Milvus migrans reposando en las ramas
altas de los árboles circundantes;
algunos, bastante cercanos a ella.
Expectante por un
desenlace inminente, aguardaba la reacción final de la hembra de búho real ante
tanto milano avizor. Quería ver con mayor precisión el semblante facial de la
rapaz nocturna y comprobar su estado anímico ante semejante amenaza.
A lo
lejos, vi acercarse a un ciclista por el camino adyacente, rodando tranquilo y
sin prisa. Me fijé en él esperando su paso para proseguir la observación. Pero,
su velocidad fue menguando hasta que se detuvo. Tumbó la bicicleta y
seguidamente, se acercó hasta el borde mismo de la terrera atraído por la
presencia de tantas rapaces juntas, volando y posadas. Los milanos
aprovecharon, armando un revuelo espectacular que sorprendía al atónito
ciclista para alejarse del lugar y, la hembra de búho real, con sigilo,
desapareció. Se fastidió toda la curiosidad de presenciar un acontecimiento que
minaba mi curiosidad, todo ello, por lo mismo que alertó al ciclista no menos
curioso que yo. No tengo nada que reprochar la acción del hombre. Como
cualquier persona, fue capaz de asombrarse ante un acontecimiento tan
espectacular de milanos soleándose y emprendiendo el vuelo simultáneamente, tan
cercanos y tan abundantes.
Pero no todo acabó
allí, el ciclista se fue, se fue impactado, lo aprecié en su cara. Cuando quise
darme cuenta, percibí como un grupo de los mencionados milanos negros revoloteaban
agitados en un punto concreto. Sospeché de la hembra de búho real, sin embargo,
se trataba de un pollo que recibió un aluvión de pasadas quedando algo
aturdido. La joven rapaz, salió ahuyentada por la presencia del ciclista, los
milanos, al tratarse de un joven, se cebaron con él. Tampoco hay nada que
reprochar al hombre, el joven búho tiene todavía un largo camino por aprender
y, los malos tragos, tendrá que asumirlos cuanto antes; esto curtirá su carácter
poco a poco.
No pude evitar
acercarme para que no desmontaran al pobre pollo. Me senté cerca de él y, ni
aún así, el pollo abandonó el lugar. Por lo menos, los milanos cesaron su
violencia.
El milano más audaz,
a pesar de mi presencia, no se fue sin darle la última pasada como se ve en la
imagen.
Cuando guardas en la
mente la mirada curiosa de gran cantidad de animales a lo largo de muchos años
de observación, puedes entender su lenguaje; su temor, reacción, o por qué no,
lo que esperan de ti. Como la mirada expresiva de un perro o un gato a su
correspondiente compañero humano, uno puede extrapolar fácilmente la mirada de
cualquier otra especie relacionada con los humanos por su habitual coincidencia
en parques, jardines o riberas de ríos, dirigiéndose dicha mirada, a
determinadas personas como proporcionadoras de alimento. La estampa de los
mayores dando de comer a las palomas, familiarizándose con los gorriones o con
cualquier especie accesible por el cotidiano contacto visual, serían un ejemplo.
Convertiría esta interacción en una simbiosis entre la persona que busca el
afecto en los animales y, ellos, oportunistas interesados pero no por ello
menos amables, el pan suyo de cada día para seguir adelante.
Pero… esta pequeña
garza, el socozinho Butorides striata,
de carácter paciente, ¿dónde aprendió la habilidad de utilizar fragmentos de
pan como cebo para atraer a los peces fácilmente ahorrándose una larga espera
antes de atravesarlo de un certero arponazo?
Desconozco, al no
haber hallado referencias bibliográficas, si este curioso comportamiento es
congénito de origen hereditario, o adquirido por imitación o aprendizaje.
Ejemplar adulto de socozinho Butorides striata.
No puedo negar después de observar al ave, cierta mirada cómplice. La garza está muy acostumbrada a la presencia humana como se puede apreciar.
El hombre bueno, es
generoso con sus semejantes y, como no, con el resto de los animales. Las
distintas especies de garzas, como otras
tantas especies habituales en los parajes humanizados, han visto en este
reclamo una enorme fuente de alimento y posibilidades de todo tipo para
establecerse cómodamente. Si a esta posibilidad le añadimos la entrega de las
personas cuya satisfacción consiste en dar de comer a las aves del lugar,
podemos sospechar el origen de esta conducta tan particular de nuestra pequeña
garza respecto a la utilización de cebo para pescar.
Supongo que, un buen
día, la garcilla, habituada a la ribera
del río, la charca del parque o el estanque decorativo de algún jardín donde
los peces eran fáciles de atrapar y las personas no representaban ningún
peligro, fueron afianzándose con la especie humana mediante un pacto de respeto
mutuo, menguando así, poco a poco, la distancia de seguridad entre ambos. Y,
tal vez, observando la conducta humana, solidaria con otros seres, la pequeña
ardeida comenzó a tejer su “idea” para mejorar una nueva técnica de pesca.
¿Quién se resiste a
echar comida a los peces, esperando esa reacción tumultuosa para acceder entre
ellos al mejor bocado? ¿Cuántas veces les habremos dado de comer asombrados por
la inexplicable sensación que aviva nuestra curiosidad? Los peces, alborotados
ante un pedazo de pan, no pasan desapercibidos a otros animales. Por ello,
supongo, mientras esto ocurría, se iba fraguando en la garza un oportunismo sin
parangón.
Secuencia de acecho de un joven socozinho.
Así es como lo
imagino personalmente, sin que por ello se convierta en una opinión científica,
por supuesto.
Originariamente, una
garza cualquiera debió de utilizar su primer trozo de pan colocándolo cerca del
radio de acción de su pico. Cuando los peces se arremolinaron en torno a la
trampa, del mismo modo que observó con los aportes humanos, su pico atravesó al
más grande aprovechando el caos existente. Repitiendo la acción, y el pan
disponible, optimizó con el paso del tiempo su destreza. Lo que a las personas
satisfacía proporcionar comida a los peces, para el socozinho se convirtió en
una habilidad interesada para nutrirse con más eficacia. Teniendo en cuenta la
capacidad de imitación de las aves, aprender esta nueva modalidad de pesca fue
un acto que cuajó rápidamente en el resto de las pequeñas zancudas atentas a la
innovadora práctica.
Estado de alerta del joven socozinho.
Hay trabajos
científicos que exponen cómo los animales integrados en los medios urbanos
aprenden y rentabilizan mejor lo aprendido que otros del medio silvestre en el
suyo. Es obvio que, la disponibilidad de alimento y su rentabilidad es
proporcional a las oportunidades existentes en cada hábitat. Facilitar el acceso
a los alimentos se convierte en una adaptación fortalecida por el aprendizaje
de técnicas cada vez más elaboradas.
VER SECUENCIA DE VIDEO DE UN SOCOZINHO MUY HABITUADO A LA PRESENCIA HUMANA Y, EL MODO DE UTILIZAR EL PAN QUE SE LE PROPORCIONA COMO CEBO PARA PESCAR.