miércoles, 30 de marzo de 2011

Tres águilas perdiceras menos...


Hembra de águila de Bonelli (Aquila fasciata) en vuelo. Es uno de los ejemplares muertos de la pareja de Valmadrid.


El silencio, no siempre es sinónimo de paz sosegada, de esa paz añorada y buscada que, por su libertad, nos hace escapar del agobio de las grandes urbes para relajarnos en los acogedores cañones calizos, bosques, ríos o estepas de nuestra geografía ibérica. El silencio a veces, muestra su peor cara, siendo consecuente con la desaparición de especies importantes que en su día llenaron el cielo con su presencia. Estas pérdidas contribuyen con su ausencia a una soledad incómoda. Así ocurre, cada vez, en más formaciones rocosas, donde el águila de Bonelli desaparece por el capricho autoritario de quién se cree dueño y señor de nuestros montes españoles, decidiendo irracionalmente qué especies son válidas para ocupar nuestros espacios salvajes. El silencio delata carencias, y se encarga desgraciadamente, de mostrar cada vez más la penosa situación de nuestra población de águilas, destacando por su rareza al águila perdicera o de Bonelli. Es tan excepcional como útil en nuestros paisajes más agrestes, sobre todo, para controlar la población de otras aves como palomas y córvidos.

Estas perdiceras no volarán más porque un criador de palomas robó sus vidas, y a nosotros, la presencia de su vuelo sobre nuestros montes españoles. Esta gente sin escrúpulos impone sus pretensiones particulares con el capricho de la colombicultura, primándola sobre la existencia de todas las aves de presa que puedan perjudicar a sus palomas, del mismo modo con el que actúan otros también en algunos cotos de caza con los cebos envenenados. Ejecutan con su conducta el peligroso ejercicio de la delincuencia en nuestros campos ibéricos, y lo hacen contra especies catalogadas como muy vulnerables y en franca regresión. Especies escasas que disfrutamos y admiramos todos con el máximo respeto.

Espero que a estos tres indeseables involucrados en la colocación de cebos envenenados en Valmadrid (Zaragoza), les caiga una buena sanción que sirva de escarmiento futuro a este tipo de gente, que con su conducta incívica y chulesca atenta impunemente contra nuestro patrimonio natural, llevada por absurdos intereses particulares.


Pareja hallada muerta por envenenamiento. El macho en primer plano, portaba un emisor de ondas sujeto por un arnés; la hembra yace al fondo. Aparte del veneno, las radiografías detectaron perdigones alojados en sus cuerpos.




Ésta es la razón que esgrimen estos criadores de palomas cuando alguno de sus ejemplares es atacado por cualquier rapaz: ya sea halcón peregrino, azor o águila perdicera; incluso, en sus jaulas de cría.

NOTA: A última hora de hoy, ha sido cuando me he enterado de la aparición de un tercer ejemplar de águila perdicera hallado muerto ayer en el término municipal de Grisel (Zaragoza).

miércoles, 23 de marzo de 2011

Lagarto ocelado (Timon lepidus)



Hay fotografías que encierran detalles fuera de lo común, y por ello, pasan a formar parte de mi colección de anecdóticas; especiales para gente con afinada curiosidad como quienes visitáis este blog.
Cuando Fco Javier Abrego autor de las fotos me mostró parte de su material con filmaciones de calidad, cayeron estas interesantes imágenes del lagarto ocelado. Interesantes por contar con la particular representación de un peculiar nicho ecológico donde sin duda alguna el saurio, ha sabido explotar todas las bondades de la carroña; desde la gran fuente alimenticia de insectos necrófagos, hasta la comodidad de su zona de descanso y solarium. Por supuesto además, contando con una zona protegida de seguridad dentro de unas rejas óseas.

Muchas veces, la observación fugaz de este reptil equivale a una mancha verdosa muy viva de color, que corre apresuradamente para ponerse a salvo en el hueco más próximo que conoce perfectamente.

Os dejo con un par de observaciones naturales de su comportamiento cazador tan interesante de hace unos años.




“Desciendo con el vehículo camino del barranco. En la bajada, un mediano lagarto ocelado llama mi atención y detengo el vehículo. El reptil, al que le falta un tercio original de su cola ya regenerada, se dirige aceleradamente al muro de piedras de contención que separa un pequeño val de almendreras y cuatro cerezos; dos de ellos repletos de rojos frutos. Aguardo pacientemente a que la normalidad generalice este particular momento en el que afortunadamente, puedo observar con continuidad al verdoso reptil tan huidizo. A medida que transcurren los minutos, se afianza ante mi presencia. Y, tras permanecer sobre la gruesa piedra del muro inicia tímidos movimientos sin dejar de observarme. Se desplaza con destreza y lentamente, receloso, tratando de no delatar su presencia entre la escasa vegetación. En ocasiones, apoya sus extremidades delanteras sobre una pequeña piedra, acechante, postura que repetirá a menudo más adelante. Trata de localizar presas accesibles y cercanas. En la primera ocasión que se le presenta; se acerca con sigilo hasta una planta en flor, arranca aceleradamente, salta y atrapa, creo que a una abeja. Lo mismo sucede en la siguiente prospección teniendo al insecto dentro de su radio de acción; le sorprende con una vertiginosa carrera culminándola con una certera captura. Apenas durante la hora de observación ha salido de un radio de acción de cinco metros. Dada la abundancia de alimento, es suficiente. Prosigue su marcha reptante y sigilosa alcanzando el borde del muro, bajo una piedra arranca una hermosa oruga de color ocráceo que engulle satisfactoriamente, pues compensa con suma rentabilidad la biomasa y el escaso gasto energético de este cómodo y suculento bocado. De nuevo al acecho, y esta vez logra sorprenderme con más contundencia. Veo a una pequeña libélula suspendida en vuelo a escasos veinte centímetros del suelo. El gran ocelado se halla a la izquierda, a casi dos metros de distancia; creo que la ha visto perfectamente. Se acerca con mucho sigilo, muy mimetizado entre la rasa vegetación sin perder de vista al insecto volador. A escasos centímetros de la libélula arranca como un resorte, salta los veinte centímetros de altura que les separa y con sus fauces abiertas la atrapa limpiamente. Tras la ingestión de todas las capturas el gran lagarto se relame con agradable satisfacción, recorriendo con su lengua bífida toda la línea de placas labiales. A continuación ya saciado, ha prospectado su territorio concluyendo por el momento, la jornada de caza".

“En otra ocasión, para no perder la costumbre de observar a placer a este lagarto tan fascinante, pude ver a un ejemplar diferente unas semanas después, cuando el calor de aquel día era insoportable a las once de la mañana. Paré el coche al ver al reptil a un lado del camino, esperé a que se confiara y vi cómo capturaba un coleóptero que consumió en el mismo lugar de su salida. Parece que éste era más tranquilo y no tenía intención de sprintar para sorprender mediante capturas aéreas a sus victimas. Se fue acercando poco a poco al coche, y yo me sentía el más privilegiado en aquellos momentos, deleitándome con sus colores luminosos y los ocelos deslumbrantes de sus flancos. Como decía; la trayectoria era muy directa e intencionada y, una vez alcanzado el bajo del vehículo, ya no salió. Tras un cuarto de hora abrí la puerta y miré debajo; allí estaba, relajado, sin prisas, no había una sombra en muchísimos metros a la redonda y el calor era agobiante. En fin, me tenía que ir y, el lagarto no ponía de su parte…-venga..., muévete que me estoy abrasando vivo– le decía, la verdad es que suelo hablar con los animales, no lo puedo evitar. Aguantó como un jabato mi presión, haciéndome bajar del coche y juro que…, casi tengo que empujarle para que se fuera. Me hizo bastante duelo, lo reconozco. Pero bueno, él estaba mejor preparado que yo para este día sofocante que como comprobé, no era apto ni para los “fardachos”, que es como los llamamos en mi tierra aragonesa.”


Una buena superficie muy suave y cómoda para no irritarse las escamas ventrales. Qué lagarta.

sábado, 5 de marzo de 2011

MARTHA: La triste historia de un final


Martha

En mi antiguo colegio -de régimen interno en los años 70-, recuerdo todavía, el rumor sobre la interesante posibilidad de disponer para los amantes de la lectura, de una biblioteca amplia y muy bien surtida de ejemplares. La idea personalmente me cautivó, más que nada, al asegurarme una vez comprobada la diversidad de sus volúmenes, que habría incluida una buena colección de libros sobre fauna. De este modo cuando de crío encontrabas algún pajarillo, adquirías consultándola un cierto conocimiento sobre sus costumbres y alimentación, y así, podías ponerlo en práctica. La biblioteca cuando se terminó tenía para mi sorpresa una abultada fila de curiosos esperando, cada uno, entusiasmado con sus lecturas preferidas; ya fueran cuentos, tebeos o cómics. Allí conocí a Martha y su peculiar historia, una historia trágica e incomprensible cuyo nombre y final nunca olvidé, y que sigo recordado con incredulidad escribiendo estas líneas.



Martha, para cualquier profano en el conocimiento de las aves era sólo una paloma más. Una especie sumada a otras tantas existentes en las enormes extensiones del territorio americano. Sin embargo, Martha, fue el resultado vergonzoso, miserable y nada ejemplar de la nefasta voracidad del ser humano. De cómo una especie abundantísima pasó en cuatro décadas a la desoladora y total extinción. Esta paloma nació en cautividad, mientras se buscaba desesperadamente un ejemplar macho con la intención inútil de salvar la especie. Se ofrecieron sumas importantes de dinero por el hallazgo de algún espécimen libre. Pero el dinero nunca se hizo efectivo. Hojeando libros, totalmente hechizado con la documentación de esta columbiforme, seguí conociendo más datos sobre Martha y su destino. Era la última, que se supiera, de su especie.



A las 13´00 horas del día 1 de septiembre de 1914, fue encontrada muerta en el fondo de la jaula del zoológico de Cincinnati después de 29 años de cautiverio. Su cuerpo se donó a La Smithsonian Institution donde se conserva naturalizada. Aquel infausto día, sucumbió definitivamente toda esperanza. Fue el último viaje de esta especie migradora.



Unas décadas antes, a principios del siglo XIX fue cuando el este de los Estados Unidos asistía a un espectáculo único en el mundo: la migración de la paloma migratoria (Ectopistes migratorius) que iba a pasar el invierno a la zona más cálida de este país, en las costas del Golfo de México. La abundancia de estas aves era tal, que llegaban a oscurecer el cielo. Se dirigían al sur atravesando los valles por cientos de millones provocando un sonido atronador. Alexander Wilson, en 1810, contó uno que, en su opinión lo formaban más de dos mil millones de ejemplares desplazándose a una velocidad de 90 kilómetros por hora, y tan agrupadas que podía estimarse su densidad en cuatro animales por metro cúbico. Estos extensos bandos migraban irregularmente en escuadrones de hasta dos kilómetros de frente que tardaban horas en pasar sobre un mismo punto.



Las tribus de indios, las esperaban en determinados dormideros fijos cuando regresaban a dormir durante el invierno, pues la carne de estas aves era muy apreciada por ellos desde tiempo inmemorial. Con la llegada de los colonos procedentes de Europa todo cambió. Ante semejante abundancia, los cazadores blancos se unían tratando de superar en las partidas de caza, las unidades de su vecino. La puntería no era requisito indispensable para matar. Bastaba con disparar contra la masa compacta de las aves para atravesar varios ejemplares a cada disparo.



Audubon –el famoso ornitólogo americano- describe la espera en un dormidero. Al llegar los pájaros el estruendo que hacían al volar y revolotear, unido a los disparos, el fuego –pues se llegaban a prender árboles para que cayeran las palomas chamuscadas- y el griterío de la gente, componía una barahúnda ensordecedora de la que era imposible diferenciar los diversos elementos que la componían. Miles y miles de palomas cubrían el suelo al amanecer, y cuenta –Audubon- “cada uno recogió las que quiso y después soltaron a los cerdos para que acabaran con el resto”. En las enormes colonias de cría, que cubrían muchos kilómetros cuadrados, los nidos estaban tan apretados que llegaban a los doscientos en un solo árbol, y las ramas se quebraban bajo su peso. Allí la masacre era, si cabe, mayor que en los dormideros. Concretamente una de Michigan medía 45 kilómetros de longitud por 5 o 6 kilómetros de ancho.



Todo el mundo dejaba en esa época su trabajo dedicándose a cazar los pichones –muy gordos y grasientos a los 15 días de edad- que después dice M. Edey, “se comían frescos, secos o en vinagre, o se convertían en grasa o se salaban para cuando vinieran tiempos malos. Continúa M. Edey cifrando alguna de aquellas matanzas: “desde los nidales de Pensilvania, parte alta de Nueva York y Winsconsin se recibían noticias de haber embarcado en unas semanas medio millón, un millón o dos millones de palomas. Sin duda alguna otras tantas quedaban sin embarcar, abrasadas, pisoteadas, devoradas por los cerdos, estropeadas o simplemente sin recoger.



Tanta presión despiadada, dejó a las palomas desprovistas de lugares donde asentarse. Allá donde fueran, eran esperadas y tiroteadas, tanto por el día, como por la noche. El telégrafo daba cumplida información sobre la ubicación diaria de estas aves y por supuesto, las armas eran cada vez más sofisticadas. Desgraciadamente, a este ritmo vertiginoso, no hay especie capaz de soportar una persecución de tal magnitud y en 1890, apenas un centenar de palomas se desplazaba fugazmente. Pero la caza continuó.



En 1911 se ofreció una recompensa de 1500 dólares: no se adjudicó. Las palomas migratorias libres habían desaparecido y sólo quedaban en zoológicos donde su reproducción era pésima. En 1908 había siete palomas migratorias, y ya en 1910 tan sólo una, de nombre Martha. Martha fue la última representante de una especie que nutrió aquellos gigantescos bandos kilométricos que llenaron con su vuelo atronador el cielo americano. Fueron disecadas muchas palomas migratorias, porque eran unas aves muy bellas. Prácticamente se conservan en casi todos los museos de historia natural, aunque para nuestra vergüenza, ésta y otras tantas especies borradas del mundo no volverán a deambular con vida.

Y…, ésta es la triste historia que… inmortalizó el nombre de Martha.
Aquel día, contuve la rabia en silencio, no daba crédito a lo leído.



Es impactante esta sugestiva obra de Walton Ford. Si se la puede clasificar como de surrealista, tiene para mí, un gran y profundo mensaje por tener cierta similitud con la imagen de Jesús arrastrando la cruz hasta lo alto del Monte Calvario. Aquí lo hacen las palomas en un escenario muy bien planteado por el autor, donde el caos que las colonias de estas aves sufría al ser sus árboles talados y quemados por una enfebrecida población de saqueadores, deja de manifiesto la crueldad padecida. Como Jesucristo, las palomas también portan el tronco de su penitencia, el tronco que como la cruz del Salvador, debería de suponer un motivo más para agregar a La Semana Santa de la vergüenza, donde el fariseísmo siempre tuvo y tiene los mejores asientos.

Fotografías: Wikipedia